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Empareja2 (04) – Filosofía de vida.

-¿Cuántas veces tengo que decirte que lo siento?- preguntó Sergio tratando de contener las lágrimas-. Sabes que para mí no existe otra mujer más que tú.
Marta ignoró las súplicas. Estaba acurrucada al otro lado de la cama haciendo ver que dormía. Aunque sin demasiado éxito, dada la insistencia de su pareja. Hacía unos días que le había pillado en una situación algo comprometida en la oficina y no estaba dispuesta a admitir otra verdad que la que vieron sus ojos. “Estabas encima de aquella guarra”, pensaba mientras escuchaba distantes las disculpas de Sergio. “Puedes decir lo que quieras. No cambiará lo que vi. Seguramente no haya nada entre vosotros pero eso no quita que estuvieras encima”. Se encogió sobre si misma tratando de generar algo más de calor. Se había despertado helada y todavía no se había calentado. “Joder que frío. Estoy por aceptar sus disculpas a ver si se acerca y me calienta”. Y, como si él hubiese sido capaz de leerle el pensamiento, se acercó, le rodeó con los brazos y se adhirió a su espalda. Se pegó tanto que notaba su sexo sobre las nalgas. “No parece que estés muy deprimido. Menudo bulto”.
-No te hagas la dormida. Se que estás despierta.
-¿Qué coño quieres?- preguntó malhumorada-. Quiero seguir durmiendo.
-Solo quiero que me perdones.
-¿Perdonarte? ¿Porque tendría que perdonarte?
-Ya sabes por que. Por lo de la oficina.
-No tengo nada que decir- se deslizó cuanto pudo hacia el borde de la cama librándose del abrazo de su compañero-. Déjame en paz.
-¿Cuántas veces tengo que pedirte perdón?
-Aunque te arrastrases de rodillas por las brasas de un hoguera seguiría sin perdonarte.
-Vale- dijo Sergio dándose bruscamente la vuelta-. Ya veo que estaremos así unos días más- se secó las lágrimas que, a pesar del esfuerzo por tratar de contener, se deslizaban rápidamente por sus mejillas en dirección a la almohada-. Entre Idoia y yo no hay nada. No se como te lo tengo que decir. Se le cayó el café encima y yo traté de limpiárselo.
-¿¡Mientras le sobabas las tetas!?- gritó Marta girándose repentinamente. Sus miradas se cruzaron y él volvió a rememorar el incidente de la oficina. Sus ojos desprendían la misma rabia-. ¡Vi como le metías mano!
-Estabas de espaldas- dijo tratando de disculparse. El miedo de apoderaba lentamente de su cuerpo y hacía que su voz temblase ligeramente-. No podías ver lo que hacíamos.
-¿Me estás llamando ciega?
-No quería decir eso.
-Entonces, ¿qué querías decir?
-Que desde el pasillo no se ve lo que se hace dentro. No puedes ver si estoy tocando el cuerpo de nadie, por que te doy la espalda.
-¿Y no estabas tocando su cuerpo?
-Pues- Sergio titubeó. Estaba ante una pregunta trampa y sabía que, dijera lo que dijese, iba a salir mal parado-. Para limpiar a alguien tienes que tocar su cuerpo.
-Y estarías encantado de tocarle las tetas. Las tiene bastante mejores que las mías.
-Eso no es verdad. Te prefiero mil veces a ti.
-Ya. Eso es lo que todos decís. Y acabáis yéndoos con otra.
-No es verdad- se acercó hasta ella y volvió a rodearla con los brazos. Esta vez no hubo ninguna resistencia-. Yo solo te quiero a ti- trató de besarla y, al ver que se dejaba, imprimió el máximo de ternura que pudo al beso. Al cabo de un minuto continuó-. Sería incapaz de hacer nada que pudiese hacerte daño.
-No se si creerte.
-¿Y por que no me ibas a creer?
-Por que me has decepcionado y has actuado de una manera que nunca había pensado.
-¡Que solo le estaba limpiando una mancha de café!- gritó mientras rompía a llorar-. ¿Cuándo vas a creerme?
Marta se sorprendió ante el repentino llanto de Sergio. Pocas veces le había visto llorar. Y siempre que lo había hecho era de manera sincera. O eso creía. “No soporto que llore”, pensó mientras enjugaba sus lágrimas con el dedo índice. “Si se pone de esta manera seguro que dice la verdad. Además. No es menos cierto que yo no pude ver claramente lo que hacían. Por lo tanto puede que sea cierto lo de la mancha de café”. La coraza de celos se iba deshaciendo por momentos dejando paso al arrepentimiento. “¿Y si me he pasado con él? Quizá el no haberle hablado durante todos estos días ha sido demasiado. Incluso la bronca que le monté en la oficina. Me pasé al insultar a aquella chica. Eso es cierto. Y puede que no debiera estrellar el teclado contra el suelo, ni arrearle aquella ostia a Sergio en la cara, ni gritarle a su jefe cuando salió del despacho a ver que pasaba. Seguro que ha pasado los peores días de su vida”. Ahora se sentía la mujer más ruin de la tierra. “¿Por qué he tenido que dudar de él? Me siento fatal. ¿Y sí ahora se enfada conmigo? Tiene bastantes razones para ello. Creo que lo mejor será que actúe un poco y siga con el enfado”.
-Hagas lo que hagas no pienso creerte- dijo tratando de fingir el mismo enfado que antes-. Esto ha sido una mancha en nuestra relación.
-¿Una mancha?- preguntó Sergio mientras se secaba las lágrimas con la manga del pijama-. ¿A eso lo reduces todo? ¿A una mancha? ¿Y la bronca que me armaste en la oficina también ha sido una mancha?- vio como Marta adoptaba un gesto de sorpresa al escuchar sus palabras, desterrando cualquier rastro de enfado de su cara, y se envalentonó con su interrogatorio, tratando de obtener algún tipo de disculpa-. ¿Sabes el puro que me ha metido mi jefe? ¿Qué he tenido que pedir perdón a Idoia por tu comportamiento? ¿Qué me van a descontar el teclado del sueldo? Por no hablar que he sido el hazmerreír de todo el edificio. ¿Y lo reduces todo a una mancha en nuestra relación?
-Está bien- dijo Marta abrumada ante tanta pregunta. Dejó de fingir que estaba enojada y trató de disculparse-. Puede que… Puede que tengas algo de razón y a mi se me fuera todo de las manos.
-¿Eso es todo?
-Vale. Lo siento.
-¿Cómo dices?
-¡Que lo siento!- dijo elevando la voz y casi al oído de Sergio. Le horrorizaba pedirle perdón. Más aún cuando no estaba muy segura de tener que hacerlo-. Aunque sigo pensando que disfrutabas tocándole las tetas.
-¡Que no le tocaba las tetas! ¡Que la mancha estaba en el sobaco!
-Está bien. Vamos a dejarlo- daba la impresión de haber claudicado pero aún guardaba un cartucho en la recámara. El enfado no había bastado para satisfacer completamente su venganza-. Por cierto. Esta noche cenamos en casa de mis padres.
-¿Qué?- Sergio se separó de Marta sin delicadeza y, al no haber podido calcular correctamente su posición dentro del colchón, estuvo a punto de caerse de la cama-. ¿Por qué no me lo has dicho?
– No nos hablábamos. No tenía por que decírtelo.
-¿Cómo que no? Tendrías que habérmelo consultado.
-Yo no tengo por que consultarte cuando vamos a ir a cenar a casa de mis padres. Lo decido yo y punto.
-Pues no pienso ir.
-¿Cómo dices?- la rabia volvió a asomarse a su rostro y se apoderó de su voz-. ¿Que no vas a ir? Espero que lo estés diciendo en broma.
-No tengo ningunas ganas de ir a ver a tus padres.
-Ni yo de pedirte perdón. Así que si no quieres que me arrepienta y continúe enfadada contigo será mejor que no protestes.
-Está bien- admitió resignado-. Pero que conste que no me apetece nada.
-Me trae sin cuidado lo que te apetezca- sentenció Marta con rotundidad. Acto seguido se giró, dando la espalda a Sergio, y volvió a hacerse un ovillo-. Ya son las ocho menos veinte- dijo tras mirar el reloj de la mesita-. Si no quieres llegar tarde será mejor que te largues.
-¡Ostia!
Como si hubiera activado un resorte escondido bajo la cama Sergio se levantó de golpe y, a toda prisa, se deshizo del pijama y lo cambió por una camisa y unos vaqueros que reposaban en el banco de los pies de la cama. Le gustaba ser previsor y todas las noches, antes de acostarse, sacaba del armario la ropa que se pondría al día siguiente. Por lo que apenas tardó un minuto en vestirse completamente. Salió corriendo de la habitación, se aseó a la misma velocidad y, sin tan siquiera prepararse un café, cogió el abrigo y salió de casa.
-¡Hasta la tarde, cariño!- gritó antes de cerrar la puerta.
Tras cinco minutos de carrera se encontraba, sin apenas aliento, subido en el metro. “¿Por qué tenemos que ir esta noche a casa de mis suegros”, pensaba mientras se secaba los goterones de sudor que le caían por la frente. “Ya hemos quedado para nochebuena. No hay ninguna necesidad de ir cuatro días antes. Seguro que lo ha hecho aposta para vengarse”. Miró la parada en la que se encontraban y después el reloj de su muñeca. Angustiado, comprobó que ya eran casi las ocho de la mañana. “Mierda. Encima voy a llegar tarde. Hoy va a ser un día redondo. Bueno. Al menos nos hemos reconciliado. Que ya es mucho”. Al cabo de un minuto volvió a mirar por los cristales del vagón y corroboró aliviado que la estación en la que se habían detenido era la suya. “Solo me queda la última carrera”. Y continuó martirizándose con la futura cena. “No quiero ver a mis suegros. Me da miedo solo imaginarlos”.
Sergio no odiaba estar con sus suegros por que no le cayesen bien. Tampoco por que él no les cayese bien a ellos o considerasen que fuera una mala pareja para su hija. Todo lo contrario. Ambos estaban encantados de tenerle como yerno. Siempre que iba a su casa se desvivían por hacerle sentir cómodo en su compañía. Y no solo cuando iban de visita. Eran sumamente desprendidos y procuraban que no les faltase de nada. Más de una vez Marta y él se habían quedado sin dinero y sus suegros no habían tenido ningún problema en prestárselo. Sin la obligación de devolverlo. Y eso era algo que Sergio valoraba por encima de todo. Pero, aún así, detestaba visitarles. Era incapaz de asumir su filosofía y manera de vida. Le espantaba verles en la intimidad.
Entró como una exhalación por la puerta de la oficina justo cuando eran las ocho y cinco. Todo el mundo había ocupado ya su lugar de trabajo y la máquina del café, tan concurrida habitualmente, estaba desierta. “No me va a dar tiempo a tomar un café”, pensó mientras cruzaba el pasillo y se internaba en su puesto. Allí estaba ya Idoia, ocupando la silla contigua a la suya. La saludó y, sin ningún otro tipo de introducción, arrancó el ordenador y esperó, tratando de relajarse, a que arrancara. Intentó iniciar la mente en su labor de enseñanza pero ésta, desobediente, se empeñaba en girar en torno a la futura cena. “Tendría que decirle que fuese ella sola. Así me ahorraría el mal trago”.
Sergio recordaría toda su vida la primera impresión que tuvo al ver a los padres de su novia. Ella había tratado de advertirle acerca de sus costumbres y, aunque había intentado imaginarlo, el impacto fue aún mayor del que se esperaba. “No pienses que mis padres son raros”, decía. “Simplemente tienen una manera de vivir y, dentro de casa, tratan de llevarla a cabo. No son unas costumbres muy comunes. Por lo que tienen que practicarlas en privado”. Y siempre le venían a la cabeza las mismas sensaciones y palabras cuando llamaban al timbre de su casa y esperaban a que les abriesen la puerta. Y esta vez no era una excepción. Había pasado todo el día pensando en aquella visita. Ni siquiera había calculado el dinero que habían dejado de ingresar a causa del cese de Marta. Ni se había fijado en Idoia. Solo tenía espacio en la cabeza para sus suegros y, mínimamente, para su trabajo. Y ahora se hallaba ante el origen de sus pesadillas. Marta pulsó el timbre. Al cabo de unos segundos un punto de luz se vislumbró a través de la mirilla despareciendo repentinamente.
-Somos nosotros, mamá- dijo Marta- Ábrenos.
Se escuchó un crujido en la cerradura y la puerta se abrió lentamente. No había nadie detrás de ella y, si no fuera habitual, hubieran pensado que la abría un fantasma. Ambos cruzaron el umbral agradeciendo el calor que provenía de su interior. La puerta se cerró y se giraron para saludar a la madre de Marta. Ésta estaba contra la pared y había permanecido escondida. Las palabras de su novia volvieron a desfilar por su mente, como cada vez que entraba en esa casa. “No te asustes cuando entres. Mis padres son naturistas y lo practican en la intimidad”. Siguieron resonando mientras se fundía en un abrazo con su suegra. El tacto de su espalda desnuda le produjo una impresión de vergüenza que no era comparable a ninguna otra sensación que conociese. Pero se quedaba corto ante el cálido contacto con sus enormes pechos.


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