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Recuerdos en una caja de cartón (capítulo 1).

Lucía se desvistió con prisas colgando toda la ropa en la única percha que tenía en su taquilla recogiendo de ésta la bata que había llevado el día anterior colocándola sobre su torso desnudo, vestido únicamente por el sujetador. Mantuvo los pantalones vaqueros que asomaban con desparpajo por debajo de su vestuario de trabajo. Recogió cuidadosamente todas sus pertenencias, las guardó bajo llave en su taquilla y salió del vestuario dispuesta a comenzar su jornada de trabajo.
-Lucía –una voz familiar sonó a su espalda-. ¿Qué tal la noche?
-Hola, Mary – le respondió ella girándose-. He tenido una noche horrible. No he podido dormir nada.
-No deberías involucrarte tanto con los pacientes.
-Ya lo sé –Lucía recordó a la Sra. Juana entubada y rodeada de máquinas-. Pero no lo he podido evitar. De tanto verla en el hospital le he cogido cariño.
-Te entiendo –Mary apretó el botón del ascensor que tenían a su derecha. Una vez se abrió la puerta ambas mujeres se adentraron en el interior. Después pulsó el del tercer piso-. Cuando yo entré aquí ella ya estaba ingresada. Seguro que ha perdido la cuenta del tiempo que lleva en el hospital.
-Dentro de poco ya no tendrá que preocuparse de nada –Lucía notó como se le quebraba la voz al tiempo que se le humedecían los ojos-. Y nadie ha sido –la rabia contenida hizo acto de presencia-… Nadie ha sido capaz de visitarla nunca.
-Tranquila –Mary le pasó el brazo por los hombros tratando de consolarla. El ascensor se detuvo en la planta tercera y ambas hicieron el intento de recomponerse-. La vida sigue. Y eres enfermera. Por desgracia la muerte es la cara más amarga de nuestro trabajo. Por eso no debemos vincularnos con nuestros pacientes. Aunque sé que eso es, a menudo, imposible.
-Hola chicas –saludó un enfermero joven. Éste las observaba desde el otro extremo de las puertas recién abiertas-. ¿Sabéis lo de la Sra. Juana?
-Ya nos enteramos –respondió Mary con hostilidad-. Sabemos que está en cuidados intensivos.
-Estaba –apuntilló el recién llegado-. Ha fallecido a las cuatro de la mañana.
-¿¡Qué!? –gritó Lucía con incredulidad-. Pero si ayer estaba estable –sintió que las piernas le flaqueaban-. ¿Por qué…? –las lágrimas afloraron sin timidez-. ¿Por qué murió?
-Parada cardíaca. Nos fue imposible hacer nada. Creo que todavía no han limpiado la habitación –dijo el médico dirigiéndose a Lucía-. Antes de morir dijo que te quedaras con la caja. Date prisa antes de que la tiren.
Salió corriendo hacia la habitación con la esperanza de encontrar las únicas pertenencias de su amiga. Afortunadamente aún se encontraban en el sitio habitual. Cruzó el dintel casi sin respiración y avanzó hacia la mesita cercana a la ventana. Todo estaba limpio y ordenado. Como si la habitación no hubiera sido habitada por nadie durante mucho tiempo. Pero el perfume penetrante de la Sra. Juana todavía permanecía suspendido en el ambiente. Y en la caja de cartón que reposaba en soledad sobre la superficie barnizada de la pequeña mesa. “Cuantos buenos momentos hemos vivido con esta caja”, pensó entre sollozos. “No se preocupe. Pienso guardarla como el mayor de mis tesoros”. Abrió la tapa e inspeccionó el interior. Multitud de objetos antiguos, recortes de periódico y cartas manuscritas le saludaron inmóviles, felices en secreto de volver a verla. El diario también estaba allí. Éste no sabía que las manos temblorosas de su legítima dueña jamás volverían a acariciar sus páginas. Lucía lo cogió entre las suyas retirando con cuidado la goma elástica que lo protegía y lo hojeó fugazmente. “Tantas historias que usted me contó y ahora se perderán para siempre. Como añoraré ese momento diario en el que nos sentábamos y me contaba sus andanzas de juventud. Soy capaz de revivir con nitidez cada una de ellas”.

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Lucía entró a la habitación con la bandeja de la merienda y encontró a la señora Juana sentada junto a la ventana con la mirada perdida en un punto indeterminado de la calle. Un denso aroma a mentol inundaba el ambiente mezclándose con el olor a rancio propio de hospitales y asilos.
La señora Juana era una mujer de setenta años con el cuerpo menudo, y moldeado por multitud de penurias. Había vivido la posguerra, la pobreza extrema de un pequeño pueblo campesino, la emigración a Barcelona… Y su propia integración en esta ciudad que, según ella misma decía, había sido más peligrosa que cantar la Internacional en un colegio de monjas. Sus cabellos plateados quedaban recogidos sobre la cabeza en un moño apuntalado por varias horquillas que mantenían el peinado durante toda la monótona jornada diaria. Una tez blanca, casi cerúlea, hacía juego con los cabellos y la decoración que, como el resto del hospital, redundaba en un minimalismo pálido y antiguo. Los ojos de la señora Juana se movían vivaces cuando algo le interesaba aunque, en ausencia de estímulos, el verde prado de su pupila se aguaba hasta el color de la hierba a medio secar, señal de que se abandonaba al mísero presente que su futuro le había deparado. No solía hablar mucho. Apenas dejaba escapar un monosílabo con ninguna otra persona que no fuera Lucía. Pero todos decían que sus labios, finos y marcados a cincel sobre la cara, eran capaces de tumbar a escritores por la variedad de historias que aguardaban el turno a ser contadas.
-Buenas tardes señora Juana –dijo Lucía depositando la bandeja sobre una mesa, justo delante de la cama. A su derecha la anciana dio un ligero respingo emergiendo de sus pensamientos-. Aquí le traigo un yogur y unas galletas. ¿Tiene algo de hambre?
-Gracias querida –susurró la señora Juana. Su voz era pausada y suave-. Empezaba a tenerla. Y la verdad es que un yogur apetece a esta hora de la tarde.
La mujer se levantó con dificultad, ayudada por Lucía, y recorrió el escaso espacio que le separaba de la cama sentándose sobre el borde. Posteriormente se acercó la mesa con la bandeja.
-¿Necesita algo más? ¿Alguna toalla o sábana?
-Solo algo de compañía querida. ¿Tienes mucho trabajo?
-Bastante –respondió Lucía sentándose junto a la paciente-. Pero supongo que no importará que me quede a charlar un rato.
La señora Juana se levantó con cuidado para no tropezar con la mesa y volvió hasta la cama llevando en las manos una caja de cartón. La depositó junto a la bandeja de la merienda abriendo con cuidado la tapa. Dentro multitud de objetos bailaron sin moverse bajo la repentina luz de la ventana.
-En días como éstos me acuerdo terriblemente de Carlos. Como llenaba mis días con la compañía que ahora tanto me falta –sacó un desvencijado diario y lo abrió de memoria por una de las páginas centrales extrayendo de ella una fotografía-. ¿Te he contado alguna vez nuestra historia?
-Unas cuantas. Pero no me importará escucharla una vez más.
-Todavía recuerdo cuando me sacó a bailar. Era una sala de fiestas pequeña pero muy concurrida. Yo estaba sentada en uno de los bancos esperando que un hombre quisiera sacarme a la pista y de repente le vi. Alto, apuesto, con una mirada dulce y altiva… Avanzó hacia mí con paso decidido y me tendió la mano esbozando una sonrisa. No dijo ni una palabra. Ni falta que hizo. Fui incapaz de resistirme. El resto de la gente desapareció como por encantamiento dejándonos solos a nosotros dos mientras nos movíamos compenetrados al ritmo de una canción de Antonio Machín. Jamás he podido recordar cuál era. Solo Carlos aparece en mi mente estrechándome en sus brazos mientras nos rozábamos las mejillas. Casi me desmayo. En ese momento toqué el cielo. Y cada día posterior que nos volvimos a ver. Al principio con la excusa del baile luego fuimos a cenar, al cine… Antes no íbamos tan deprisa como ahora y Carlos tardó casi un mes en atreverse a darme el primer beso. Tierno, cálido, dulce como un panellet de piñones… Fue mi primer beso. Y se lo entregué a mi amado. Poco después me pidió matrimonio y yo acepté. No teníamos familia en Barcelona por lo que no tuvimos ninguna traba a la hora de casarnos.
“Aquel mismo año había venido desde León huyendo de la pobreza de mi pueblo. Casi todos marchaban a Madrid pero yo preferí guiar mi rumbo hacia Barcelona. Aquí nunca faltaba trabajo y podías entrar en cualquier empresa industrial sin necesidad de experiencia. Como la textil, donde estuve durante los primeros meses de 1957. Era muy duro y apenas me daba suficiente como para pagar la habitación de una pensión en el barrio del Raval. Pero con mi esfuerzo conseguí salir adelante. La gente solía extrañarse de mi nivel de independencia aunque tampoco pasó demasiado tiempo hasta que me casé con Carlos.
“Él era fresador en un taller del Poble Nou y con su sueldo y el mío conseguimos alquilar un piso en la calle Pedro IV, muy cerca de la Rambla. El alquiler era alto pero a cambio teníamos dos habitaciones, un comedor amplio con un pequeño balcón que daba a la calle y una cocina que, aunque era estrecha, estaba recién reformada. El resto del mobiliario del piso no era tan moderno pero estaba en buen estado. Teníamos todo lo que necesitaba una pareja de jóvenes. Pero pronto llegarían los problemas.
“Yo no lo sabía pero Carlos pertenecía a una especie de sindicato encubierto. Una noche de madrugada, tras unas horas esperándole desesperada, llegó a casa sangrando de la boca y con toda la cara magullada. Al desnudarse para darle un baño descubrí que el resto del cuerpo también estaba lleno de golpes. Resulta que habían organizado un parón en la empresa y, al enterarse el dueño, encargó a unos matones que dieran una paliza a los cabecillas de la revuelta. Aquella noche le tocó a mi marido. Pero no fue la única. En las dos semanas siguientes tuvo otras cuatro veces el encuentro con los matones. Al día siguiente, tras la cuarta paliza, me sentó en el sofá del comedor y me dijo que se marchaba. Según me contó todo se había enturbiado mucho llegando el asunto incluso a oídos de la policía. Y, para no hacerme daño a mí también, había decidido largarse de Barcelona. No me dijo a dónde. Seguro que ni él lo sabía. Y por más que le supliqué llorando que no lo hiciera cumplió con su palabra. Aquella misma tarde no volví a saber de él.
“Siempre pensé que volvería pero se lo tragó la tierra. Traté de buscarle pero fue inútil. Tuve que salir adelante por mí misma y sin ningún tipo de ayuda hasta que el tiempo depositó mis huesos en este antro. El mismo tiempo que se llevará en soledad la poca vida que me queda.
-No diga eso, señora Juana –Lucía echó un rápido vistazo al reloj-. La esperanza nunca se tiene que perder –se levantó de la cama girándose para despedirse-. Me tengo que marchar ya o me echarán la bronca. Cómase todas las galletas. Volveré después a llevarme la bandeja.
-Claro querida. No te preocupes por esta vieja. Vete a hacer lo que tengas pendiente. Aquí te esperaré por si tienes un rato y no sabes con quién hablar.

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“Espero que ahora tenga usted alguien con quién hablar”, pensó Lucía. Pasó la mano por la colcha de la cama tratando de captar algo del calor de la amiga perdida. Pero era incapaz de sentirlo. Se sentó y abrió la caja de cartón extrayendo de ella el diario y localizando la foto del marido. Un joven apuesto, de veintidós años, le observaba estático desde la superficie desgastada. El blanco y negro dejaba apreciar un color claro de cabello, seguramente rubio, peinado con raya en medio y ligeramente humedecido. El afeitado era perfecto y su tez blanca se asemejaba en color a la camisa cuyo cuello abrazaba estrechamente una corbata negra a juego con el traje. “Realmente era muy guapo. Que lástima que se marchara de esa manera”. Guardó la foto en su lugar original hojeando el resto del diario. Otra fotografía asomó de la página final sorprendiendo a Lucía. “Que raro. Ésta no la había visto nunca”. La cogió inspeccionándola al detalle. Retrataba a un hombre que no conocía enfundado en un largo abrigo negro del que solo asomaban la parte inferior de unos pantalones grises y unos zapatos del mismo color que el abrigo. Tendría más o menos la edad del Carlos del otro retrato aunque claramente se diferenciaba en el cabello moreno, corto y ligeramente ensortijado. Esta fotografía estaba peor conservada que la anterior y con un encuadre más lejano por lo que poco más podía advertir de la persona retratada. La giró descubriendo una dedicatoria y una dirección en la parte posterior.
“Para mi amada de su fiel admirador. Le espero en el Pje. Marqués de Sta. Isabel nº 13 a las 5 de la tarde”.


Comentarios

2 comentarios

Ilión

Qué bueno. Cómo me ha gustado. Escribes estupendamente.

He venido de chiripa, pero volveré.

Un abrazo

Iván

Muchas gracias, Ilión!
Mis felicitaciones por haberlo leído entero. Sé lo que cuesta leer entradas tan largas.
Por aquí te espero. Un abrazo!


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