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Pesadilla sin estar dormida – Relato.

Todos los que han tenido hijos han padecido el miedo a que éste dejase de respirar mientras dormía, algo a lo que los médicos atribuyen cierta normalidad. Así que a ninguno de sus amigos le extrañaba que ella, una madre primeriza con apenas tres meses de experiencia, padeciese la angustia de despertarse varias veces en mitad de la noche escuchando con atención el silencio que dominaba su casa a aquellas horas. Apenas habría dormido unos minutos, tal vez media hora desde la última vez que le dio el pecho a su hija, cuando algo se impuso a la delgadez del sueño.
«¡No respira!», pensó sobresaltada. El corazón palpitaba en sus oídos dificultando la escucha pero aún así se concentró, presta a salir rauda de la cama. «Buf», respiró aliviada. «Sólo ha sido mi imaginación».
Y así varias veces durante cada noche lo que, sumado a otras tantas para alimentar a la niña, conferían al descanso un aspecto más parecido a la penitencia que a lo que representaba en sí misma aquella palabra. Tampoco le ayudaba el hecho de vivir sola, aún habiéndolo elegido ella.
-¿Vas a criar a la niña tú sola? -le dijeron antes de dar a luz-.
-¿Por qué no? -respondió ella sacudiéndose mentalmente al fantasma de su ex pareja-. No necesito a ningún hombre para ser mujer.
Y tal vez fuera cierto, aunque una ayuda tampoco estaba de más. No necesariamente alguien del sexo masculino, tan sólo una persona que le brindara un apoyo cuando todo su mundo se le echaba encima, algo que sucedía a menudo. Sobre todo últimamente, cuando la frecuencia de sus despertares nocturnos había aumentado de forma considerable. Tanto que la única diferencia que guardaban el día y la noche era la luz del sol del primero, que penetraba por las ventanas de la cárcel en la que se había convertido su casa.
«Esta niña acaba conmigo», pensó una de tantas noches mientras le daba el pecho en un estado tan hipnótico que le era imposible precisar si estaba despierta, durmiendo o a caballo entre esos dos mundos. «O quizá es que soy demasiado paranoica». O tal vez era el cansancio, que oprimía cualquier resquicio que aún le quedaba de libertad. Aquel cansancio tan profundo que acaba convirtiendo los pensamientos en agua, impidiendo que asciendan al cerebro al estar éste en cuesta arriba. Y así se encontraba ella cuando volvió a la cama tras dejar a la niña en su cuna: sin pensamientos. Ni siquiera podía soñar del embotamiento que sufría su cabeza pero aún así lo intentó postrándose sobre el vacío de su cama sin llegar a sentir las sábanas bajo su espalda. Había quedado dormida justo antes de acostarse, o quizá ya lo estaba antes, pero lo que es seguro es que despertó sobresaltada buscando en la oscuridad el sonido de una respiración. Y aquella vez no fue capaz de encontrarla. Apoyó la pierna en el suelo escuchando detenidamente. Nada. Cualquier vestigio de cansancio se esfumó como si no hubiera existido nunca y apenas necesitó dos segundos para plantarse ante la cuna tras recorrer en la oscuridad los escasos metros que separaban a madre y a hija. Clavó los ojos en el diminuto bulto del colchón y, sin poder confirmar sus sospechas, se agachó dispuesta a sacudir a la niña pero, ante su sorpresa, le fue imposible. Su mano atravesó el cuerpo de la pequeña como si éste fuera una nube de humo de idéntica forma y se mantuvo estático, sin alterar ni una sola molécula, a pesar de que intentó zarandearlo repetidas veces. Asustada gritó, sin lograr articular sonido. Trató de serenarse buscando una explicación a aquel misterio hasta que logró distinguir, gracias a una tenue luz proveniente del comedor, como su hija sí que respiraba, elevando el pecho con cada toma de aire. ¿Y entonces? ¿Cómo es que no podía tocarla ni oírla? Intentó agarrar uno de los barrotes de la cuna pero también se le escapó, como si sus manos fueran las de un fantasma. «Fantasma», pensó buscándose a sí misma en su propia cama. Y se encontró. El mismo resquicio de luz se proyectaba en línea recta hasta su dormitorio, atravesando el marco de la puerta que lo delimitaba con la habitación de su hija, permitiendo distinguir a un bulto alargado sobre el lecho, sospechosamente reconocible. Y no tuvo que acercarse para comprobarlo: ella sí que no respiraba.


Comentarios

1 comentario

ALEX

esta chida la historia muy chida.


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