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La inocencia no es más que una nevada – Relato.

-¿Está ya conectada?
-No.
La voz sonó lejana como resultado de la incursión de Mike en la habitación del pánico. Entrar en ella suponía un misterio ya que nunca se sabía en qué momento sería posible volver al mundo real.
-¿Y ahora? -Jenny miró el reloj y no pudo impedir el arrebato de nervios-. ¡Son casi las doce!
-Todavía no -respondió Mike echando una ojeada a la pantalla del ordenador, que permanecía estática en la sesión de chat sin que hubiera movimiento en forma de nueva conexión-. Mamá debe estar haciendo algo importante si se ha olvidado por completo de nosotros.
La habitación del pánico resultaba acogedora a pesar del apodo que se había ganado por parte de ambos hermanos. Una cómoda silla de oficina en genuino cuero negro ante la mesa de escritorio, bien provista de un ordenador, también de escritorio, una pantalla plana de televisión enorme colgada de la pared opuesta a la mesa que quedaba flanqueada por un cómodo sofá en blanco y también de cuero, como si fuera la butaca Vip de una sala de cine, toda una serie de tecnología rodeando al sofá y a la televisiíon que garantizaba el mejor de los entretenimientos digitales, y un plateado Mac Book Pro, joya de la corona, reposando cerrado sobre uno de los cojines de cuero blanco.
-¿Y ahora? -Jenny no pudo reprimir la impaciencia y se acercó hasta su hermano desde la otra punta de la casa-. Tendría que haberse conectado.
-Ya ves que no -dijo Mike señalando la pantalla vacía-. Algo debe de haber pasado.
-¡Faltan cinco minutos para las doce!
La hermana era incapaz de soportar los nervios y trató de apaciguarlos paseando por la habitación del pánico que, por suerte o por desgracia, era tan amplia como el comedor de cualquier piso medianamente grande.
-Le pase lo que le pase es incapaz de olvidarse del mensaje de Año Nuevo. Es un clásico en nuestra familia.
-Por eso mismo resulta extraño que todavía no está en línea -Jenny echó un vistazo a la lista de conectados reconociendo a todos los parientes menos a su madre-. ¡Joder!
-Tranquilízate -Mike fue hasta el sofá recogiendo el Mac de su regazo-. Aún quedan cuatro minutos.
-¡Cuatro miniutos! -exclamó Jenny deteniéndose junto a su hermano-.¿Y qué vas a hacer ahora?
-Arrancar el Mac para cuando se conecte mamá.
-¿Y vas a hablar con ella desde ahí cuando ya tenemos el PC conectado?
-Parece que te has olvidado por que le llamamos a esta habitación la del pánico.
Todas las casas poseen intrigantes historias. Al igual que las habitaciones que, a menor escala, también atesoran las suyas propias. Y la del pánico tenía una en particular: atrapaba. Era algo extraño. Bastaba con adentrase en ella cinco minutos para que ese lapso de tiempo acabara irremediablemente convertido en varias horas. Así que, cuando alguien en aquella casa se perdía, el lugar donde encontrarle era aquella habitación: la del pánico. Jugando a la consola, viendo una película, chateando… Era el lugar idóneo para cualquier entretenimiento moderno.
-¡Mira! -gritó Jenny tras el reconocible pitido del Messenger-. ¡Se acaba de conectar!
-Ya la veo.
El cursor parpadeaba en la pantalla aguardando el mensaje de la madre que, según chivaba el programa, estaba escribiendo. El reloj del ordenador marcaba las once y cincuenta y ocho del día treinta y uno de diciembre de dos mil nueve y la familia al completo, desperdigada por todo el territorio virtual, se encontraba expectante ante el tradicional mensaje de su miembro más destacado. Y no tuvieron que esperar mucho más.
«Feliz año a todos», escribió la madre. Al instante aparecieron en la pantalla multitud de saludos provenientes del resto de la familia.
-¿Porqué has tardado tanto? -preguntó Jenny en voz alta al tiempo que lo escribía-.
«Perdonadme, sé que os he hecho esperar. Pero es que he visto algo hermoso». El messenger se calló esperando a que la protagonista aclarara el misterio de aquella belleza. «¡Está nevando! No lo habréis visto por que me estábais esperando pero ahora mismo… Nieva». Mike abandonó la habitación del pánico en dirección al comedor y, saliendo a la terraza, corroboró el hecho tras contemplar el espectáculo invernal que les reservaba aquella noche, última del año.
-¡Es cierto! ¡Hacía años que no nevaba!
«Así que, ¿no es mejor contemplar la belleza de la nieve que estar pegado a un aparato para transmitir un mensaje de año nuevo? Al fin y al cabo no hay mejor mensaje que el que la naturaleza escribe para nosotros».
Jenny dejó el ordenador, la habitación, y recorrió el pasillo rebuscando en su memoria hasta encontrar bajo un requicio de recuerdos la imagen nevada de su infancia. Sólo ocurrió una vez, pero aquella nieve permaneció para siempre grabada en su cabeza.
-Vaya -comentó Jenny asombrada tras salir a la terraza, junto a su hermano-. Vaya pedazo de nevada.
-Sí -afirmó Mike, anonadado ante la caída de los copos, gruesos como jirones de hielo-. Es como la que recuerdo.
-Cuando éramos niños…
Los dos hermanos se abrazaron mientras contemplaban el espectáculo. Las farolas apenas alumbraban un cerco alrededor de ellas mismas, pero aquel halo ya bastaba para hacerse una idea de la copiosidad de la nevada, rematada por la acumulación de nieve que ya sumaba unos centímetros de alto sobre cada superficie expuesta a la intemperie.
-Feliz año -dijo Jenny estampando un cálido beso en la mejilla de su hermano-.
-Feliz año…
Poco importó que el reloj ya hubiese marcado las doce. Aquella nevada supuso el comienzo del año, pero también inició una tradición en la familia: a partir de aquel día cambiarían el chat por una cena. La distancia por un juego de cubiertos. Y la nevada… Por una lluvia de abrazos reales. Aunque eso sí: todos mirarían siempre por la ventana esperando que el cielo quisiera desearles de nuevo un feliz año.


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