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La caseta – Relato.

La caseta se erguía del suelo con solidez gracias al apoyo que ofrecían dos vallas metálicas colocadas en paralelo sobre las que se atravesaban varios listones de madera, a modo de improvisadas vigas, dando al conjunto la apariencia de un esqueleto suficientemente robusto como para echar encima las capas de aislante que harían la función de tejado, paredes, e, incluso, de una puerta abatible en uno de los costados, única porción libre de malas hierbas que permitía un acceso cómodo al interior de la futura cabaña. Los dos amigos admiraron su construcción desde fuera y, observando que ya se hacía de noche, rebuscaron entre los plásticos y cartones que habían localizado en las cercanías eligiendo los más impermeables para el tejado, unos tan gruesos y tiesos que servían, como fabricados aposta, para las paredes y una cortina de ducha colgando del techo, por la parte exterior, que haría la función de puerta, aunque apenas aislase medio milímetro de la calle. Introdujeron el resto de los cartones en el interior de la caseta, acomodándolos lo más mullido posible, y volvieron a observar su obra, esta vez terminada, con la satisfacción que provoca el trabajo en equipo. La noche se imponía a la claridad del atardecer pero, aunque apenas lograban percibirse los detalles cercanos, ambos amigos supieron que el otro sonreía. Una sonrisa en un páramo de tristeza.
-Creí que había olvidado cómo construir casetas…
-Eso nunca se olvida -afirmó el otro amigo rodeando la construcción-. Permanece hibernando en la memoria.
-Hasta que la necesidad te hace recordarlo…
-Olvida eso ya y vamos adentro -se acercó hasta su amigo y le empujó cariñosamente al interior de la caseta-. Hoy estamos a cubierto.
-Tienes razón -dijo el otro cediendo a la evidencia-. Hoy no pasaremos tanto frío.
Entraron en la chabola apartando a un lado la cortina y se sentaron en el suelo extremando las precauciones, palpando las cuatro paredes para no derrumbar la obra que tanto esfuerzo les había supuesto. Uno de ellos abrió su mochila, sacando la cabeza al exterior para recogerla, y extrajo de ella una linterna que procedió a encender para alivio de sus miedos, acostumbrados a la oscuridad, mas no a la incertidumbre.
-Podíamos encender una hoguera, también tengo un mechero.
-No es mala idea. Pero podemos prender la caseta.
-La haremos fuera.
Recogieron unos cartones, varios trozos de madera sobrantes del tejado y los acomodaron hasta formar un montón fácilmente inflamable que no tardó en arder gracias al mechero. El fuego era cálido, reconfortante y tenía la propiedad de espantar a las bestias. La vida en la calle atraía a muchas de ellas.
-¿Cuánto hace que vives en la calle?
-Casi tres años…
-Parece que no vaya a pasar el tiempo pero sí lo hace.
-Para mí se detuvo en el momento en el que me quedé sin nada.
-Yo voy para cinco años. Un día la suerte te abandona…
-Y después la familia.
El fuego crepitaba proyectando las sombras de ambos amigos sobre la superficie inestable de su caseta, delimitando los contornos en la luz ondulante y anaranjada para arrojar sus figuras desprovistas de cuerpo al ritmo del bailar de las llamas, consumiendo la madera como se consume la propia vida, mientras el resto de la ciudad dormía apacible en sus casas o soñaba en algún momento con volver a ellas.
-Ahora mismo, mi familia eres tú.
Los golpes de la vida consiguen arrebatarte las lágrimas pero siempre persiste un reducto, sensible a los gestos de afecto. Y basta uno sincero para que manen como una fuente, a pesar de surgir de un terreno tan seco y cuarteado como el de un paria.
-Y tenemos una casa…
El llanto se contagia como un bostezo, como la carcajada de un niño que aún no sabe lo que es la vida o lo amarga que resulta cuando te atragantas con ella. Igual que el significado de una casa, que también se desconoce hasta que no te ves en la calle. O el de familia que, por fortuna, permanece intacto hasta que se recupera.
 


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