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Exceso de profesionalidad – Relato.

-He venido a despedirme.
El enrojecimiento de los ojos de la chica delataba el exceso de llanto pero, a pesar de que su rostro era acorde con la tristeza de su mirada, él ni se inmutó.
-¿No vas a decirme nada? Está bien –ella soltó el asa de la maleta alzándose de puntillas hasta acercarse al que ya consideraba su ex novio-. Imaginaba que permanecerías inmóvil, pero no que también siguieras mudo.
La chica le plantó un beso tierno, de aquellos que florecen hasta en la más seca de las tierras, llevándose como recuerdo un manchurrón negro en los labios, como si hubiera besado un pedazo de carbón. Descansó de nuevo el peso sobre las plantas de los pies y se limpió la boca, difuminando por la mejilla la mancha oscura, que pasó a ser sólo una sombra.
-Me marcho, definitivamente -la chica agachó la cabeza, recogió el asa de la maleta y dio media vuelta en dirección a la entrada de las Ramblas-. No me busques, ni siquiera me recuerdes. Si tan importante es tu trabajo, acuéstate con él.
Y se marchó en dirección a la Plaza de Cataluña arrastrando los pies igual que arrastraba la maleta, o su propia alma, sin importarle que los flashes le bañaran la espalda o que el sonido de las cámaras, acorde con el cuchicheo de aquellos que disparaban las fotos, enturbiase sus pensamientos, ya de por sí bastante turbios. Él la siguió con la mirada hasta el punto donde el rabillo del ojo perdió la posibilidad de divisarla, sin mover un sólo músculo, casi sin pestañear, a pesar de que su corazón se batía en el desconsuelo. Centró la vista, observó como los extranjeros centraban a su vez las cámaras sobre él, y deseó que el personaje no se le hubiera desmontado por el último beso. La quería, con toda el alma. Pero el favor del público también era importante. No, lo que más. Por no hablar del traje de esqueleto, de la guadaña, de la porción de Ramblas que regentaba y, sobre todo, de la pintura, una capa de maquillaje negro tan espeso como difícil de aplicar.
Permaneció inmóvil, petrificado a pesar de la ruptura, y sólo se movió cuando un turista se acercó a echarle una moneda. Hizo unos aspavientos, agradeció la generosidad inclinando los huesos hacia delante y volvió a su posición de estatua. Sí, se odiaba a sí mismo. Pero más odio merecía su exceso de profesionalidad.
 


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