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Confesiones de un hombre no tan invisible – Relato.

Nadie me conoce lo suficiente, escondo demasiados secretos. Sí, ya sé que todos mantenemos algo escondido, incluso a los que más queremos, pero mi caso es totalmente diferente. No hablo de los típicos líos sentimentales en los que se convierten los escarceos fuera de las sábanas compartidas en matrimonio, sino de algo mucho más importante, algo tan grave que haría peligrar hasta la entereza emocional del más insensible.
No sé cómo confesarme, han sido demasiados años bajo el paraguas del anonimato como para que ahora vuele hasta la opinión pública mi más íntima coraza, aquella que mantuve invisible casi hasta a mí mismo. Bueno, se me ha escapado, acabo de decirlo. Sí, soy invisible.
No detallaré cómo traspasé la barrera de lo perceptible, sólo diré que fue un doloroso y tormentoso baño en ácido sulfúrico, lejía y algodón de azúcar, practicado bajo la inocencia propia de un niño de siete años. Lo recuerdo todavía como si fuese ayer, aquella tarde aburrida de sábado que empezó tras el capítulo correspondiente de David el Gnomo, una siesta de mis padres tan interminable que me permitió experimentar con los productos de limpieza totalmente a mis anchas, un algodón de azúcar triste y solitario que acabó en la mezcla de puro empalago con un “a ver qué pasa”, aquel barreño de plástico gigante con el que se lavaban los platos y a mi hermano pequeño, de idéntico tamaño a un cucharón de sopa, y mi inocencia de siete años, pura estupidez, que me empujó al interior de la improvisada piscina rompiéndose posteriormente, conmigo dentro. Sólo sumergí el trasero, pero fue suficiente. Aquella solución de tres ingredientes acabó disolviéndome a mí, partiendo desde el trasero hasta el último extremo de mi cuerpo, produciéndome un dolor insufrible, como si me arrancaran la carne hundiendo en ella miles de cucharillas del tamaño de un alfiler. Al cabo de cinco minutos, o un tiempo que más o menos pude precisar como ése, me desperté del desmayo entre los restos del barreño, los de la solución que acabó por volverme invisible y mis propios fluidos. Quién sabe, quizá fueron éstos los desencadenantes de la reacción de invisibilidad.
Pero no se compadezcan de mí, la transformación no fue lo más doloroso. Muchos pensarán que ser invisible no conlleva más que ventajas, pero se equivocan por completo. Es cierto que he disfrutado colándome en los vestuarios de mujeres o me he reído bien a gusto pinchando los globos de los niños, pero la vida de un hombre invisible apenas conlleva alegrías. ¿Parece increíble? Pues no lo es tanto. Confesaré mis más oscuros secretos, aquellos que no dejarían dormir ni a una marmota. Cuando termine, toda la posible envidia sólo será una nube disuelta en una mañana de verano.

 


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