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Antes de ser invisible ya lo era – Relato.

Sé que voy a hacerme pesado, que quizá ninguno de los aquí presentes tenga el suficiente interés como para escucharme con atención sin exhalar un sólo bostezo, pero el caso es que, temiendo ser descortés, me importa una mierda. Descortés es poco, se acerca más a la mala educación, lo sé. Aunque, para ser sincero, de educación recibí más bien poca. La que se adquiere hasta la edad de siete años concretamente.
Ya relaté el sufrimiento de convertirme en invisible, fue todo un tormento. Lo que rodeó al hecho en sí y, sobre todo, lo que aconteció después. Con sólo siete años me vi privado de aquello con lo que un niño sueña: amigos, familia, un hámster al que hacer putadas… Puede que todo esto sean nimiedades o que, quizá, parezca que puedan ser disfrutadas aun careciendo de visibilidad, pero todo se torna increíblemente complicado, por no decir imposible, cuando la luz traspasa tu cuerpo sin detenerse a mostrar los detalles.
Los amigos a los que yo consideraba como tales repudiaron mi compañía, y eso que a los siete años es muy común tenerlos invisibles. No, todos me despreciaron. Cuando trataba de decirles algo su única respuesta era un grito, un manotazo al aire que, casualmente, tendía al acierto y un salir por pies como si estuvieran entrenando para una prueba de atletismo. Me encontré solo. Muy solo. Tanto, que estuve a punto de inventarme un amigo invisible aunque, por irónico y absurdo que parezca, la idea no prosperó porque no lo veía claro. ¿Si no conseguía divisarme a mí mismo cómo iba a conseguir la suficiente entereza como para imaginarme a otra persona que debía de materializarse desde mi imaginación? La invisibilidad no puede conseguir algo tangible.
No podía verme, poco a poco adquirí conciencia de ello. Por desgracia, no encontré la aceptación complementaria en mi familia. Nunca habíamos estado muy unidos, eso era incuestionable. Mi padre trabajaba hasta tan tarde que casi podía decirse que no formaba parte de nuestra casa, hasta mi madre solía confesarlo. ¿Y qué decir de mis hermanos aparte de los obligados reproches? Yo era el menor de tres, el único que aún no disponía de edad suficiente como para iniciarse en el trabajo, fuese legal o no. Y los otros dos sabían muy bien lo que era aprovecharse de esos dos factores: de ser los mayores y de tener trabajo, por mucho que la legalidad se mantuviera al margen de sus jornadas de sol a sol fuera de casa. De sol de un día a sol del siguiente, claro. Total, que a la única que veía habitualmente era a mi madre por lo que, hasta los siete años, mi mente la consideraba casi como una deidad, la única persona en todo el mundo en la que podría apoyarme para el resto de los días, fuesen los que fuesen. Y el golpe emocional que sufrí tras comprobar que todo era imaginación mía supuso el segundo impacto tras la propia invisibilidad. Por suerte, el hecho me transformó en un ser fuerte e insensible. O eso creo.
Mi madre tardó tres días en echarme en falta. Me había vuelto invisible, me sentía extraño en mi cuerpo, no quise abrir la boca por temor a que surgieran también unas palabras invisibles y descubrir que, quizá, estaba muerto y no era más que un fantasma, pero mi madre tampoco me buscó, no se extrañó al ver el barreño roto en la cocina con restos de un líquido extraño esparcido por todo el suelo, no fue capaz de gritarme por el destrozo. Pude verla mientras me mantenía agazapado en la cocina, contra un hueco entre dos armarios tratando de acallar el dolor del cuerpo magullado por su nuevo estado físico, aunque ella ni me sintió. La disculpo por la vista, ya que no podía verme, pero, ¿no me escuchaba respirar? ¿No se supone que entre una madre y un hijo existe un vínculo que, irónicamente, también es invisible? Recogió los restos del barreño, los arrojó con desgana a la basura cerrando posteriormente la bolsa, fregó el suelo lamiéndome los pies con la fregona, pero no se percató de mi presencia. Ni a la hora de la cena, que dejé intacta en la cocina. Ni vino a darme un beso de buenas noches, nada. Sí, ya era invisible antes. Mi accidente con la luz sólo fue la constatación de ese hecho.
Tras tres días de volverme invisible no pude aguantar más y traté de hablarle a mi madre. Me acerqué hasta ella mientras veía la televisión, me senté a su lado procurando no hacer ruido y, al ver una forma cóncava en el cojín que no se correspondía con nada visible, ella saltó como un ninja que se clava su propia estrella arrojando una lluvia de manotazos a la porción de aire que yo ocupaba espantado. Y acertó, claro. No pude evitar las lágrimas. De repente, todo parecía volver a la normalidad.
 


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