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Recogido tras el naufragio – Relato.

Ambos vivían juntos, dormían juntos y, también, escondían secretos juntos. Idénticos. La convivencia acaba mimetizando los caracteres sin que se sepa cuál de ambas partes es la que pierde y cuál la que gana, ignorándose que el tiempo jamás transcurre en línea recta sino dando interminables vueltas en torno a los agujeros en los que se convierten las grietas.
-No has venido a buscarme -dice ella nada más entrar por la puerta-. ¿Qué tenías que hacer para que ni siquiera me avisaras?
Él no levanta la vista del ordenador y, midiendo sus movimientos para que no parezcan precipitados, cierra todas las ventanas abiertas, incluso la de Facebook, a pesar de la angustia que le provoca el no poder guardar aquellas palabras en otro rincón distinto de su memoria.
-Perdóname -se levanta por fin dando un último vistazo al escritorio-. Estuve liado con el trabajo y no me di cuenta de la hora que era.
Avanza hasta ella y la abraza tratando de encontrar el calor que hace tiempo hallaba en ese cuerpo adaptado a la forma de sus propias manos, pero no está, la sensación de familiaridad se ha unido al hastío que le provoca el aburrimiento de la rutina. Aquel calor se esfumó igual que se difumina una voluta de humo en el cielo gris de invierno. Un invierno frío, gélido, como sus corazones.
Ella repasa cada músculo de la espalda de su pareja y comprueba sin sorpresas que no se parecen en nada a los que abultaban en sus manos hacía apenas una hora. Sí, fue una suerte que no viniese a buscarla, pero no iba a perder la ocasión de lanzar a quemarropa los reproches que llevaba tiempo macerando en el vinagre de su actual carácter.
-Te estuve esperando en la puerta del trabajo -miente-. Y no viniste -coge aire, aspira toda la desilusión que encuentra entre sus recuerdos y la moldea en sólo cuatro palabras-. Ya no te importo -hace una pausa, regocijándose en la destrucción que provoca aquella pesada losa tras caer sobre su pareja, e intenta proseguir atacando donde más duele. Pero sucede algo, una pequeña chispa que es capaz de apagarse o levantar un incendio por sí sola. Sorprendentemente para ambos, es lo segundo-. ¿Qué te pasa?
Ella trata de separarle del cuerpo, pero él se agarra todavía más, hundiendo la cabeza en el cuello desnudo de la chica, aspirando un perfume que parecía no existir, un alma que resurge a la superficie removiendo tanto aromas como sentimientos aletargados.
-Lo siento.
Un hilo de voz apenas inaudible que a él le pareció más que un grito, una última llamada a ser recogido tras el naufragio.
-¿Qué has de sentir? No llores… Por favor, vale ya…
El llanto es un hilo sujeto en sus dos extremos, del que con sólo tirar de uno acaba arrastrando a quien aguanta la otra punta, siendo inevitable el contagiarse. Y así sucede. Pronto se encuentran los dos llorando, de pie, abrazados al contrario como si este fuera la única madera a flote en un mar con demasiada calma, en la penumbra de un atardecer que devora la luz de aquel comedor transformando la escena en un progresivo fundido a negro. Pero no es oscuridad lo que se filtra en sus corazones sino todo lo contrario: la claridad de descubrir que ambos vagaban por la misma maldita senda, mimetizando hasta la adversidad que no conocían en el otro.
-Te he estado engañando -aquellas palabras liberan un peso invisible, pero palpable ahora que ya no está-. No quería hacerlo, eres la mujer a la que amo, pero…
-Me encontraba sola -ella completa la frase automáticamente-. Puedes odiarme, me lo merezco.
-Jamás te he odiado.
-Ni yo a ti.
El odio puede desbancar al afecto fácilmente, incluso cuando el amor permanece más arraigado que las raíces de una mala hierba. Aunque, al igual que el resto de los sentimientos, este último tiene la facultad de esconderse hasta que algo no lo saca de su escondite. Y ese algo fue el reproche justificado, ese puñal que duele el doble tras clavarse en una herida a medio cicatrizar.
-No me dejes, por favor.
-No lo haré…
Se abrazan hasta que los ojos se vuelven inútiles, hasta que la oscuridad se hace absoluta. Entonces, descubren la realidad que se escondía en el cuerpo del amante: no había nada mejor que lo que ya tenían, tan sólo era diferente.

 


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