-Siempre me ha encantado cenar contigo. Los dos solos, a la luz de las velas, compartiendo la comida igual que siempre hemos compartido nuestras vidas… Sí, llámame romántica. Pero hay pocas cosas que se puedan comparar a la intimidad mutua, ¿no te parece?
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-Siempre has sido un hombre de pocas palabras, nunca ha hecho falta que te disculparas. Si algo tiene de positiva la vida en pareja es que no hay necesidad de pedir perdón porque sólo se encuentren gestos a la hora de comunicarse. Al fin y al cabo, ¿no es el silencio el mejor vehículo para intercambiar sentimientos?
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-Silencios, nadie ha sabido utilizarlos tan bien como tú. Tampoco nadie ha sabido cómo hacerme feliz. ¿Te acuerdas de cuando apenas teníamos nada más que nuestro amor y un coche con más golpes que besos podíamos darnos en una sola noche? Nada importaba, sólo estar juntos. Parecía que nuestras vidas caminaban tan unidas como nuestras manos, que ambos sentíamos las emociones del otro como si fueran propias. Y ahora, ¿en qué nos hemos convertido?
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-Sé que no vas a responder, tu aspecto ya dice todo de ti. Poco importa quién tuvo la culpa, todo aquello que amasamos con el esfuerzo de nuestras cuatro manos desapareció sin que nos diéramos cuenta de que ya sólo tocábamos vacío, ese aire enrarecido que puebla el universo de las relaciones con fecha de caducidad.
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-Sé que fue culpa mía aunque no me lo hayas confesado. Ese esconder la cara, ocultarme lo que pensabas, hacer que tus emociones pasaran a un segundo plano ignorando que yo podía ser la cura de tus miedos… Sí, fue culpa mía: infravaloré la distancia hasta que se hizo inabarcable. Y ahora… mírate, míranos. Si fueras capaz de vernos te darías cuenta de que ya no somos dos, ni siquiera uno y medio. Sí, lo éramos todo y ya no somos nada. Tú menos, eso sí que no lo puedes negar.
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-Vale, sé que debería enterrarte. Pero es que disecado te tengo más cerca.