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Cómo convertirse en un autobús de dos pisos – Relato

El 26 era un autobús corriente, uno de tantos que recorren a diario Barcelona en un viaje encadenado al bucle de lo común, anclado a un número que le identificaba con el recorrido y del que también había tomado el nombre. Pudiera parecer lo contrario, pero el autobús no veía su vida como una sucesión monótona de kilómetros, para él su trabajo consistía en cumplir los deseos de sus viajeros y llevarlos hasta donde el billete pudiera extenderse en distancia. Y eso le hacía feliz, su altruismo era innato. Aunque hubo un día en el que su percepción del mundo sufrió un revés, un día en el que su vocación de autobús diligente y servicial estuvo a punto de dar un vuelco.
-¿Sabes cómo son los autobuses ingleses? -el 26 puso toda la atención en el diálogo que mantenían aquellos dos viajeros-. Allí no son tan aburridos como los de aquí: son rojos y… ¿sabes qué? ¡Tienen dos pisos!
Aquella fue una revelación intrigante y amarga a partes iguales, el 26 sintió el golpe invisible del desdén en algún rincón de su amor propio. Aunque, gracias a su férrea autoestima, se sobrepuso plantando en su esperanza una idea, que fue creciendo hasta hacerse obsesión. ¿Sería posible convertirse en uno de esos autobuses ingleses? Su reflejo se desdibujaba caprichoso en las lunas de los escaparates y no había duda de que cumplía uno de los puntos clave: él era rojo. De acuerdo, con el faldón blanco, pero rojo al fin y al cabo.
¿Cómo conseguiría aumentar de altura? Tenía que admitirlo: no era complicado, era casi imposible. Aunque la fuerza del auto convencimiento es tan poderosa en las personas como en los autobuses, y el 26 moldeó su deseo hasta convertirlo en mantra. «No hay destino al que un autobús no pueda llegar». Aunque ese destino fuera transformarse en un autobús rojo de dos pisos. Como aquellos ingleses.
Pero pasó el tiempo y sus sueños se difuminaron como los restos de aceite que flotan sobre un charco en plena carretera, poco a poco constató que sus ilusiones no eran más que eso, ilusiones, sueños de hojalata incapaces de sostener el peso de la realidad. Hasta que esta le asestó un nuevo golpe relegándole sin motivo a un rincón oscuro del taller de la compañía, paso previo al infierno de todos los autobuses: el desguace. La autoestima del 26 fue disminuyendo al ritmo de los golpes contra su carrocería, ese estruendo que taladra el alma metálica hasta convertirla en un colador por el que se escurren los sueños, quedando desprovista de toda esperanza. Pero el autobús vio la luz, abandonando el angosto taller al tiempo que desterraba la idea del desguace.
Se sentía extraño, diferente, incapaz de entender cuál era la razón. Transitaba por un polígono vacío de lugares en los que contemplarse y tardó media hora en encontrar uno en el que distinguir su reflejo, constatando tantos cambios que parecía otro. Seguía siendo rojo, aunque ese color había perdido protagonismo. Su carrocería era tan vistosa que los adhesivos la convertían en un catálogo rodante de Barcelona. Y había algo tan increíble que el 26 tuvo que mirar varias veces para asimilarlo: tenía dos pisos. Sin darle tiempo a emocionarse por el sueño cumplido, un grupo de viajeros le abordó tomando asiento en la parte de arriba, admirando aquel cielo despejado que Barcelona y él mismo les regalaba. Y la emoción le desbordó por completo: aquellos viajeros hablaban en inglés.

 


Comentarios

1 comentario

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Me encanta como redactas…felicidades por el blog.


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