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La posición adelantada perfecta – Relato

-¿¡Estas son tus notas !?
La madre de Iván sintió como su enfado se convertía en ira incontenible, suscitada por unos resultados académicos que distaban mucho de ser aceptables, sobre todo después del esfuerzo de toda la familia por reforzarle con una academia que era de todo menos económica.
-Es que… -Iván rebuscaba excusas a toda velocidad dentro de su cabeza, pero sólo encontró aquella que, por eliminación, utilizaba en caso de naufragio- Los profesores me tienen manía.
-¿¡Manía!? ¿¡Le llamas manía a suspender cinco asignaturas!?
-Pero… -seguía rebuscando- Ética no cuenta para la evaluación.
-¿Y matemáticas? ¡Has sacado otro insuficiente en matemáticas!
-Es que… el de matemáticas me tiene manía.
-¡A tu habitación!
Lo mejor era no desobedecer aquella orden y callarse la boca al menos durante unas horas, Iván conocía de sobra a su madre como para arriesgarse a hacer de su enfado todo un terremoto tras el que perdería cualquier opción de enmendarse o, al menos, paliar el desagravio. Así que cogió su cartera, junto con el escaso orgullo que aún le quedaba intacto, y echó a andar en dirección hacia donde marcaba el dedo índice de su madre que, igual que el de una estatua de Colón, se mantenía tieso y paralelo al suelo. «¿Por qué se enfada tanto?”, pensaba Iván mientras ascendía las escaleras hacia su habitación. «Puede que exagere, pero es cierto que los profesores me tienen algo de manía». Abrió la puerta de su cuarto, arrojó con hastío la cartera sobre la cama y cerró con el máximo de sigilo, cerrando momentáneamente el paso a los problemas. «Sobre todo el de matemáticas, este sí que no me traga». Se sentó pesadamente sobre la cama y, sin preocuparse de que tenía la cartera debajo de la espalda, se estiró a lo largo dejando su mente en blanco, agotada de tantas excusas, temores y descreimiento.
Iván no era mal estudiante, aunque tampoco se podía decir que fuese todo un portento. Demasiado vago y poco constante como para adquirir una rutina adecuada de estudio, aunque lo suficientemente obcecado como para entender algo por difícil que fuese siempre que despertara su interés desde el principio. Y muchas de las asignaturas habían supuesto el mismo problema para él: sus profesores no consiguieron llamar su atención en un primer momento, por lo que ahora le resultaba imposible ponerse al día. Sobre todo con las matemáticas, era incapaz de entenderlas más allá de las ecuaciones, incapaz de verles ese lado práctico que estirase de su curiosidad hasta vislumbrarlas tan claras como mirar al frente, abandonando el rincón ininteligible de lo abstracto. Y después de haber descubierto de nuevo su ineptitud con las calificaciones trimestrales, ¿qué iba a hacer para enmendar su falta de aplicación? Sólo una cosa: esperar. A que a su madre se le pasara el enfado, a que arrancase de nuevo el trimestre, a volver a la rutina fuera del castigo que seguramente tendría impuesto y a jugar al fútbol, su verdadera pasión, aquella a la que dedicaba todo el esfuerzo.
Iván era portero. «El mejor de mi edad», se decía para auto afirmarse, aunque lo cierto es que malo no era, cuando alguien escogía jugadores para un partido siempre se encontraba entre las primeras elecciones. Sí, ahí estaba Iván, entre los más deseados, el rey bajo los tres palos, al que ningún delantero podía sorprender. Ni con un chute desde lejos, un lanzamiento de penalti con amago o cualquier incursión entre los defensas, él era el mejor de los porteros. Aunque de suerte tampoco andaba mal parado, a su madre apenas le duró dos días el mal humor, por lo que al tercero Iván se encontraba de nuevo jugando al fútbol, bajo esos tres palos que le daban la vida y en un partido que era cualquier cosa menos intrascendente. No porque se jugase la copa, un torneo o cualquier otra competición importante, sino porque Iván debía demostrarle a su madre lo bueno que era como guardameta. Ella se encontraba entre el escaso público asistente al partido y sólo necesitaba impresionarla para conseguir que se volcase en su verdadera vocación: ser portero. O eso quería pensar.
Así que allí estaba él, guardando la portería como si le fuera la vida en ello, adivinando los movimientos del contrario y los de sus propios defensas por si acaso tuviera que adelantar su posición, mientras vaciaba la mente de cualquier otro pensamiento que no tuviera que ver con la trayectoria de la pelota. Y entonces lo vio claramente: sus defensas estaban demasiado adelantados como para detener al delantero que estaba a punto de recibir el pase cruzado. Y así sucedió, el delantero se comportó exactamente como había previsto, pero Iván no estaba dispuesto a dejarse sorprender tan fácilmente por lo que echó a correr fuera de su área saliéndole con decisión al paso, jugándose el prestigio con la seguridad del que se sabe invencible. Aunque el delantero fue más listo y, viendo a Iván tan adelantado, disparó el balón desde lejos consiguiendo que este trazara una parábola en el aire con el punto álgido justo encima suyo, entrando limpiamente por el centro de la portería como uno de esos goles que se hinchan a repetir en los resúmenes deportivos, para vergüenza de los pobres porteros implicados. Y ahora, ¿qué iba a hacer Iván? La celebración del equipo contrario sucedía a cámara lenta mientras sus lamentaciones lo hacían a la velocidad del rayo, yéndose posteriormente al vestuario con un abatimiento tal que sólo pensaba en abandonarlo todo, frustrado como estaba tras la constatación de que tampoco era tan gran portero. ¿Qué le quedaba? Ni el fútbol ni los estudios, era un absoluto negado.
Estuvo varios días sin salir de casa, aunque esta vez por iniciativa propia. Se sentía un don nadie, sin ánimos ni autoestima suficientes como para sobreponerse al duro golpe que significó para él descubrir que no poseía las cualidades necesarias para ser un buen portero. Aunque, por suerte, su empeño acabó por sacarle del pozo del auto menosprecio y, con una obsesión progresiva que desbancó a cualquier otro pensamiento, se enfrascó en la búsqueda de la posición adelantada perfecta, aquella con la que ningún portero podría ser sorprendido por un lanzamiento desde lejos. Incluso desde el centro del campo. Pero pronto se topó con un muro aparentemente infranqueable: los números. El destino parecía burlarse de él y de sus ideas preconcebidas sobre la cara poco tangible de las matemáticas, ese lado oculto que, como un sordo que supera de golpe su falta de audición, le dejó impactado, aunque con ganas de seguir ahondando en su descubrimiento.
Todo fue casual, por descontado, investigando por internet en seguida cayó en las redes de parábolas, tangentes, integrales y demás palabros y conceptos tan en principio incomprensibles que, sin embargo, no vencieron a su empeño por entenderlos. Y lo consiguió, no tardó mucho en asociar posiciones en el campo a vectores, trayectoria del balón a parábola, punto más alto de esta, aquel en el que la derivada se convertía en cero, a vértice y multitud de términos extraños que acabó haciendo suyos ignorando que eran los mismos a los que les había dado la espalda. Sí, Iván creyó investigar la postura adelantada perfecta pero, en realidad, se había topado con su montaña matemática particular escalándola sin despeinarse, con poco más que esfuerzo y tiempo. Y tan enfrascado estaba en sus investigaciones que Iván permanecía ausente hasta en clase de matemáticas, ignorando a su maestro incluso cuando este le llamó la atención. «No sé qué voy a hacer con este chico», pensó el profesor de matemáticas mientras avanzaba hacia el pupitre del alumno con una mezcla de abatimiento y desencanto. «¿Para qué le tengo en clase si es incapaz de hacer algo productivo? Si sólo se esforzase un poco…»
-¿Qué es lo que hace? -gritó el profesor arrancando la hoja sobre la que Iván garabateaba- ¿Cuántos suspensos necesita usted para que le expulsen definitivamente del…?
El maestro fue incapaz de terminar la frase, lo que vio en aquella hoja le dejó sin palabras. ¿Podría ser que Iván, el alumno más negado contra el que había tenido el horror de batallar, se estuviese esforzando en aprender matemáticas? Las pruebas no dejaban lugar a dudas, en aquella hoja recién confiscada bailaban pulcramente definidas una retahíla de operaciones que, de no ser porque provenían de un aparente negado, hubiese afirmado con rotundidad que eran apuntes de clase. Alzó la vista para asegurarse y no tuvo lugar a dudas: la pizarra reflejaba el mismo tipo de operaciones. No eran idénticas pero, ¿qué importaba? Había conseguido atraer a un alumno imposible hasta la orilla de las matemáticas sin que ninguno de los dos tuviera que naufragar en el intento, eso era casi un milagro. Y sintió como algo se removía en su denostado espíritu docente: la ilusión por seguir enseñando.
Iván se esperaba una bronca, un «vete al despacho del director» o, al menos, que su maestro le hubiese arrugado la hoja de papel en la que había anotado su estrategia para la posición de portero perfecta, pero, por contra, se quedó allí de pie, sujetando el folio mientras le miraba a los ojos y a la pizarra, alternativamente, con un gesto de incredulidad que no casaba con el de irritación esperado. Hasta que pareció advertir un brillo extraño en los ojos de su profesor, como si fueran a llorarle por alguna molestia. Pero no pudo comprobar más, el maestro de matemáticas apartó la mirada retomando su puesto delante de la pizarra, y fue entonces cuando fijó la vista en los números que se encontraban allí perfilados, sintiendo tal sorpresa que fue incapaz de aguantarse el gesto característico y exagerado de abrir la boca hasta casi desencajarla, a pesar de que toda la clase le observaba preparándose para la burla. No había duda, aquellas operaciones escritas en blanco sobre la pizarra eran similares a las que le habían plantado batalla durante los días anteriores. Parecía imposible, Iván sólo había tratado de averiguar cuál era la posición más adecuada dentro del campo para no verse sorprendido por un delantero, y resultaba que, en realidad, sólo se había peleado con las matemáticas, esa asignatura que tanto se le resistía sólo por el hecho de no haberse empeñado en comprenderla.
-Me alegro mucho de que haya cogido el ritmo de la clase -comentó el profesor con la voz visiblemente quebrada-. Espero el ejercicio para mañana.
Iván miró la pizarra, contuvo la emoción y asintió con una sonrisa ausente de toda malicia. Si había conseguido averiguar la posición perfecta para un portero, ¿cómo no iba a resolver un simple ejercicio?

 
Este relato participa en la versión 2.4 del Carnamat, el Carnaval de Matemáticas organizado por el blog de Clara Seis Palabras.
 
Le doy las gracias a Clara por haberme ayudado con esta historia, sin ella habría quedado matemáticamente coja.
 


Comentarios

4 comentarios

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Anónimo

[…] La posición adelantada perfecta […]

Janendra

Como ya dije en twitter, me gustó el relato. Adoro la parte donde el maestro ve la hoja, me lo imagino así ¬¬ O.O T-T ;___; cosita de hombre, fue una escena muy tierna. Espero que te vaya muy bien en el concurso.

Lupe

Genial el relato, seguro que te va muy bien en el concurso


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