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En ruta hacia ninguna parte, relato

Samantha se irguió ligeramente en su asiento, torció la espalda en un intento de desentumecerla y volvió a aposentarla lo mejor que pudo, sintiendo el crujir de los muelles como propio, como si fueran sus huesos los que realmente se quejasen. También sus emociones, necesitadas de aire fresco con el que renovar el enrarecimiento provocado por la rutina. Miró a su izquierda. Bill roncaba de placer, repantingado como estaba en el asiento del conductor, tumbado hasta el máximo que permitía dicho asiento, mientras dejaba que sus orondas carnes se desparramaran por ambos costados de la tapicería. ¿Era esto lo que Samantha podía esperar del destino? ¿Recorrer California junto a un marido que ya no despertaba en ella el más mínimo entusiasmo? Posó la nuca en el reposacabezas, clavó la mirada en la pared de delante del aparcamiento, una pared vacía e inerte, y, sin saberlo, sus ojos adoptaron ese mismo aspecto, como la piel de un camaleón de fantasía. Lástima que su vida fuera demasiado real.
«Antes no era así», se dijo Samantha sin percatarse del tono de auto convencimiento que adquirían sus pensamientos aunque realmente tratara de proyectar un reproche. «Mírale, Bill ya no es igual, se ha abandonado a sí mismo sin darse cuenta de que también te abandonaba a ti, a su mujer, a la que juró amar para siempre. ¿Te acuerdas? Sí, sostenía tu mano mientras se arrodillaba pidiéndote que te casaras con él, asegurándote que serías la reina de un cuento de hadas. Y al final has acabado siendo lacaya de la carretera, atada a la desesperación de encontrar todos los aparcamientos iguales, sin un lugar por el que merezca la pena estirar las piernas». Samantha miró alrededor sin mover la cabeza y no encontró ningún argumento con el que rebatir a su yo imaginario. En aquel aparcamiento, junto a la pared fría y desconchada de un edificio de los suburbios de San Francisco, no había absolutamente nada que consiguiera reconfortarla. Ni paisaje, ni personas, ni monumentos, lo que más llamaba la atención era el parquímetro que se erguía justo delante, amenazando en silencio, y tampoco tenía monedas con el que alimentarle. De todas formas, no iba a salir del coche. ¿O sí?
Aquella idea recorrió su cuerpo como un chispazo que se recibe en el dedo y acaba erizando la espalda, alborotando cada nervio hasta convertirlos en un manojo. Sí, aquella idea no tenía nada de locura. Al fin y al cabo, Bill dormía en el asiento contiguo tan profundamente que ni siquiera había escuchado el alboroto del trolebús que pasaba junto al costado del coche. Y, si lo pensaba más de cinco segundos… ¿Qué era lo que aún le ataba a aquel hombre que dormitaba tan plácidamente en el asiento del conductor? «Nada, ya no os unen ni los recuerdos».
Samantha se decidió y, con el riesgo de ser desbordada por los nervios que contaminaban el más mínimo movimiento, logró accionar el cierre sin apenas hacer ruido, abriendo la puerta de par en par con un chirriar escandaloso para ella que, sin embargo, no causó apenas efecto en Bill, tan sólo una pausa en la respiración profunda que le era tan característica cuando dormía. Puso un pie sobre la acera y sintió como la libertad se le enroscaba en el tobillo estirando del resto de su cuerpo, sacándolo por completo al exterior tras espacio de un minuto auto convenciéndose de que podía hacerlo. Y allí estaba ella, fuera del coche, fuera momentáneamente de su matrimonio, sin que el mundo se hubiese detenido ante tal atrevimiento. Se sobrepuso al mareo de mantenerse erguida y cerró la puerta con el mismo cuidado con el que la había abierto, arrojando un golpe metálico y sordo que tampoco rompió la barrera del sueño de su marido. «Tu marido…» Samantha se quedó un rato mirándole desde fuera del coche, observando el vaivén de su respiración a través de la ventanilla, y, de repente, se encontró desamparada, más sola aún de como se sentía en el interior del vehículo aparcado delante de la pared vacía e inerte que simbolizaba su propia vida. ¿Cómo conseguiría pintar esa pared del color adecuado?
Avanzó unos metros calle abajo con pasos vacilantes, como si acabara de regresar del espacio y sus piernas hubiesen olvidado lo que era la gravedad, y se encontró ante un cruce de calles corriente, sin nada que pudiera identificarse como único dentro de un país tan extenso y con tantos millones de cruces como era Estados Unidos. Samantha miró a su izquierda, la 11th Avenue se extendía como un gusano monocolor hasta el horizonte, con varios coches circulando por ella que tampoco conseguían trasladarle a la calle esa sensación de movimiento. Miró a su derecha, haciendo panorámica con la mirada con la precisión de un director de cine que busca ralentizar el metraje, y tampoco encontró nada característico donde mereciese la pena posar los ojos. Mission St era una sucesión de casas de idéntica fachada con manos de pintura color crema desgastadas por el sol, algún bajo en el que resistía un bar u otro negocio particular agonizante y, como lo más destacado, un edificio a medio calcinar en el que apenas sobrevivían los cimientos, sobresaliendo del suelo con su colección de vigas carbonizadas. ¿Ese era el panorama que el mundo pensaba reservarle? Resulta difícil discernir en qué momento los nervios por la incertidumbre se transforman en punzadas de puro miedo, pero ella lo tuvo claro sin necesidad de ahondar en su subconsciente: sentía pánico. Miedo a no saber dónde ir, a sentirse desplazada dentro de un mundo que no era el suyo y, sobre todo, un terrible pánico a sentirse sola. «Pero si ya lo estabas». No, siempre se puede estar más solo.
¿Cuánto tiempo estuvo Samantha plantada en aquel cruce de calles sin decidirse a dar un paso en alguna dirección, observando el transitar del tiempo que se escurría por sus costados sin atreverse a fundirse con él? A ella le parecieron horas, al agente de policía que la observaba desde la distancia apenas un par de minutos. Y ninguno de los dos se movió del sitio, aunque a ambos les impulsasen las ganas de abandonarlo. “¿Qué voy a hacer? Estoy sola y no sé dónde ir». Samantha se giró lentamente sobre sus talones y clavó la mirada en el coche en el que aún dormía Bill, su todavía marido, ajeno completamente al drama que vivía su mujer. Esta avanzó un pie, luego otro, y pronto tuvo recorridos los escasos metros que separaban al coche del cruce, plantándose ante el vehículo como el recluso que regresa a la cárcel sólo porque allí tiene alojamiento, comida y los escasos amigos que no le han abandonado a su suerte. Miedo, indecisión, desarraigo… poco importaba de qué se disfrazase el hilo que estiró de sus pies trayéndola de vuelta, allí estaba, asiendo la maneta de la puerta, accionando el mecanismo con el máximo cuidado posible, abriendo la puerta suplicándole al chirrido que no se amplificase, sentándose en el asiento del copiloto con la suavidad que derrocha el que actúa de incógnito y cerrando la puerta con un golpe seco y firme, aguantando la respiración y, con ella, los nervios. Pero no ocurrió nada, Bill continuó durmiendo sin que el abandono ni la posterior vuelta enturbiasen la tranquilidad de sus sueños, mientras los de su mujer se escurrían fuera del coche en dirección al pozo de los deseos insatisfechos, aquellos que te lastran la vida por no haber tenido el valor de materializarlos.
-¿Qué hora es?
La voz de Bill alborotó los pensamientos de Samantha aunque, lejos de dar un respingo en el asiento, sólo consiguió una respuesta calmada, cargada de hastío intencionado.
-La hora de marchar.
Bill se irguió con dificultad y observó el reloj del salpicadero. Marcaba las cuatro.
-Sí, empieza a ser tarde -giró la llave del contacto y accionó el motor de arranque, arrancando con ello el propio vehículo-. ¿Dónde quieres ir?
Silencio como respuesta. «Al infierno», pensó Samantha. Al final, respondió.
-Donde quieras, cariño.
Bill accionó la palanca de cambios, engranó la marcha atrás y situó el coche en la calle anticipándose al trolebús que se acercaba desde el cruce anterior. Metió primera, giró el volante y, antes de que pudiera anticiparse, el semáforo cambió a ámbar, instándole a detenerse. Samantha era ajena a las maniobras del coche, ella miraba a su derecha, al parquímetro que parecía despedirse con rabia por no haber recibido ninguna moneda, a la pared vacía y desconchada que les había acompañado durante el estacionamiento, y aplazó su libertad para la siguiente ocasión que se presentase. «No puedo seguir así, yo me merezco otra vida». Aquella que llevaba le movía irremediablemente a la siguiente estación, fuera cual fuera. Mantuvo la mirada en la pared, perdiéndola de vista una vez el movimiento le hubo arrebatado el campo de visión, y recontó mentalmente todas las veces que había intentado salir de su vida sin éxito, sin el valor suficiente como para decidirse a mover sus pasos más allá del primer cruce. Y fue incapaz de recordarlas todas, su indecisión iba paralela a la falta de memoria.

 


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Que bien escribes…mis mas sinceras felicitaciones. SAlu2!!


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