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La soledad de ninguna parte – Relato

Joan ascendió al autobús levantando con pesadez los pies, como si una fuerza invisible se opusiera a su ascenso al transporte público. Y apenas tardó unos instantes en identificar dicha fuerza. Tras introducir el billete en la máquina validadora y avanzar unos pasos por el pasillo vacío de gente, consiguió encontrar el motivo de su apatía: también él se encontraba vacío. Se sentó en un asiento sin nadie a su lado, observando por la ventana cómo el resto de personas se deslizaban acompañadas de sus parejas, amigos e, incluso, familiares, siendo incapaz de no perderse en el laberinto al que le había arrastrado silenciosamente su melancolía. ¿Por qué él estaba solo? Era difícil saberlo, y más aún sentirlo.
Una chica llegó corriendo desde lejos, justo a tiempo para entrar en el autobús antes de que el conductor cerrase las puertas. Se retiró el pelo de los ojos, introdujo la T-10 en la máquina y, justo cuando alzó la mirada para localizar un sitio libre, localizó también a un viejo amigo. Ahí estaba Joan, mirando ensimismado por la ventana de su asiento, tan abstraído como le recordaba de años atrás.
-¡Hola! –exclamó ella acercándose hasta él para tomar asiento justo al lado-. ¡Cuánto tiempo!
Joan la miró asustado, tardando unos segundos en poner los pies en el suelo para darse cuenta de que, justo allí, sentada junto a él, se encontraba una de las pocas amigas a las que él consideraba mucho más que eso. ¿Cuántos años habrían pasado?-¡Hola Laia! –la exclamación fue a juego con la sorpresa, a juego también con la alegría de encontrarse a alguien conocido justo cuando más solo podría encontrarse-. Hace por lo menos… tres años que no nos vemos.
-Y cuatro –respondió ella sin disimular la sonrisa-. He lamentado tanto el no habernos despedido como merecíamos… Y míranos, aquí estamos de nuevo.
-Quizá sea el destino –se aventuró a decir Joan. Miró fijamente a Laia, descubriendo en el fondo de sus ojos un halo de tristeza que le recordaba vagamente a la suya-. ¿Qué tal estás?
-Bien –mintió Laia-. ¿Y tú?
-No me puedo quejar. Tengo trabajo estable y no demasiadas preocupaciones.
-Igual que yo. Parece que la suerte nos sonríe.
Ambos amigos siguieron conversando durante el resto del trayecto sin que ninguno se diera cuenta de que la ciudad de Barcelona seguía latiendo mientras permanecían aislados en su propia burbuja, deslizándose por el exterior de aquel autobús de línea como el tiempo que se escurre en el reloj de arena de los que duermen, llegando el momento de despertarse del sueño justo con la caída del último grano. Y ese despertar sucedió en la parada de Plaça Catalunya, anunciándose la mala noticia a través de las escuetas palabras de Laia.
-Me bajo aquí.
Joan quiso decir algo más de lo que dijo, pero el silencio le hizo un nudo en la garganta.
-Que te vaya muy bien.
-Y a ti…
Laia se acercó hasta su amigo plantándole un beso en el rostro, tratando de convertir dicho beso en un ancla capaz de mantenerla alejada de su propia deriva. Pero no fue así. Poco después, se encontraba fuera del autobús, observando a Joan a través de la ventana por la que, también él, la contemplaba. Joan deseó seguir los pasos de Laia y abandonarse a la incertidumbre del reencuentro, pero fue incapaz. Tan sólo alcanzó a alzar la mano derecha agitándola en un gesto de despedida, mientras el autobús reemprendía la marcha teniendo como destino la soledad de ninguna parte.

 
Esta historia participa en el concurso de relatos cortos de TMB.
 


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