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¿Qué pensarán las mantas del verano?

Aquella frase me había marcado como el garabato de un rotulador permanente sobre el azulejo, consiguiendo que le diese vueltas al conjunto de palabras hasta que casi se desdibujó el significado de cada una por separado y en su conjunto. ¿Qué habría querido decir con la pregunta? ¿Construyó la metáfora intencionadamente o resultó ser una simple casualidad? Imposible saberlo en su momento y ahora, pero, al menos, lo dejaré escrito como último recurso para evitar olvidarlo. Aunque dudo que se me pueda escurrir de entre mis recuerdos…

—Quiero que nieve, papá —»y yo», pensé, aunque sólo fuese para que abandonara el tema—. ¿Por qué nieva en todas partes y aquí no?
—En todas partes no, hija —aclaré cansado. Soy consciente de mi tono, pero a veces me resulta imposible cambiarlo—. El mundo es demasiado grande —»y nosotros muy pequeños»—, en la mayor parte de sitios no nieva. De hecho, hay millones de personas que no ven la nieve en toda su vida.

Recuerdo a la perfección su gesto, como si mi cerebro conservase una instantánea del instante. Pensativa, frunciendo ligeramente el ceño para arrojar una expresión a medio camino entre la reflexión y la ternura, derrochando esa inocencia que sólo se ve en aquellos que se enfrentan a lo desconocido armados únicamente con el afán de conocimiento… Sí, lo recuerdo como si fuera ayer; sin embargo, han pasado ya cinco años.

—Pero aquí ha nevado más de una vez…
—¿Cuántas veces hemos ido al parque de atracciones? —Decidí cambiar de táctica.
—Una.
—¿Y te gustó?
—¡Mucho!
—Pero eso no significa que vayamos a ir cada año —como un ninja escondido en las sombras dispuesto a abalanzarse sobre su objetivo en décimas de segundo, corté su objeción sellándole los labios con el dedo índice—. Igual que ocurre con la nieve, te gustaría ir al parque de atracciones continuamente —asintió suavemente librándose del dedo. No dijo nada, limitándose a observarme abriendo tanto los ojos que casi podía entrar por ellos accediendo a sus pensamientos. De hecho, así lo hice—. ¿Y seguiría gustándote igual si fueras al parque de atracciones cada semana?
—¡Si!
—No —corregí secamente. O de manera despótica, ahora mismo no sabría cómo calificar el tono—. Cuanto más hagas una cosa menos desearás hacerla de nuevo.

Sé que esta manera de pensar resulta exageradamente paternalista, pero ya se sabe cómo somos los padres: siempre intentando abrirles los ojos a los niños para que así se enfrenten con mejores armas a la realidad. Aunque, por suerte, mi hija se mostraba inmune a mis razonamientos, manteniendo intacta su inocencia incluso aunque yo me empeñara en doblegarla. Como si, por suerte, estuviese refugiada en un fuerte con defensas expertas en repeler a las hostilidades adultas. Y recalco lo de suerte por más que en aquel momento no pensase de la misma manera.

—¿Si comieras todos los días espaguetis seguirían siendo tu comida preferida? —yo continuaba con lo mío tratando de hacerla entrar en mi razón para así calmar sus inquietudes. O las mías.
—¡Sí!
—O no, eso no lo sabes.
—¡Sí que lo sé!
—Es imposible que sepas algo con seguridad si no te has encontrado dentro de esa situación —la paciencia se agotaba, podía sentirla escapando de mi cuerpo—. Igual que con la nieve: como has tenido muy pocas experiencias con ella crees que, de nevar continuamente, sentirás lo mismo día tras día. Y no es así.
—¿Por qué?
—Por lo que te he dicho: por más que creas que algo que te gusta mantendrá ese atractivo siempre, lo cierto es que repetir a diario acaba aguando la afición que mostramos hacia ello.

Sé que no entendió la mayor parte de mi alegato. De hecho, y una vez que lo he transcrito casi literalmente (quizá no fuese tan enrevesado, pero estoy convencido de que lo era en gran medida), tampoco me extraña ni una pizca que no lo entendiese. Pero lo cierto es que captó la idea al vuelo, apañándoselas para darle la vuelta de tal manera que acabó desmontando mis argumentos. Incluso desmontó mis lágrimas.

—No es verdad que deje de gustarte algo porque lo tengas siempre: a mí me sigue gustando estar contigo.

¿Cómo responder a esta confesión? Sin palabras, es la única manera.

—Papá, no llores. No quería ponerte triste…
—No me has puesto triste, hija. Sólo es que —»me has abierto los ojos»— me alegra tanto que te guste estar conmigo que me he puesto a llorar de alegría.
—Y nunca dejará de gustarme —nos abrazamos. Mi memoria aún mantiene el volumen de su menudo cuerpo entre mis brazos—. Igual que los espaguetis o el parque de atracciones.
—Quizá tengas razón —claudiqué—: hay cosas que siempre serán iguales por más que las disfrutemos continuamente.
—Y también me gustaría que nevase…

¿Qué más daba que ella siguiese obcecada con la nieve? Le gustaba y quería repetir las sensaciones que le habían provocado en su momento. ¿Quién era yo para tratar de borrarle esos sentimientos?

—Seguro que algún día nieva, ya verás.
—¿Tú crees?
—Claro, aún hace frío —caí en la cuenta de que aquella afirmación estaba basada en la realidad, así que la tapé cuidadosamente atrapando las mantas y la colcha bajo el colchón—. El verano tardará en llegar, no hay que perder la esperanza.
—El verano no me gusta…
—¿Y eso?
—En verano no hay nieve…

Debí suponerlo. Pero no, no lo supuse. Y me alegro: aquel despliegue de sinceridad me inspiró un ataque de ternura. ¿Cuánto tardaría en crecer echando a perder aquella intimidad que manteníamos?

—No hay nieve, pero hay otras cosas —eché mano de mi almacén mental—. Está la piscina, los picnics en el campo, el poder dormir sin mantas encima…
—A mí me gustan las mantas —como reafirmándose en su aseveración, mi hija se estremeció por debajo de las capas de abrigo estirando de ellas hasta que el repliegue en los pies de la cama no dio más de sí. Sólo se le veían los ojos, la frente y el pelo—. Y quiero seguir durmiendo con ellas.
—Pero en verano no puedes hacerlo —ella se estremeció de nuevo, colándose unos centímetros más en el interior de la cama—. No te puedes tapar con las mantas en verano.
—Por eso no me gusta.
—¿Porque no te puedes tapar?
—Y porque no hay nieve…
—Pero también podemos ir al parque de atracciones.

Me tocaba jugarme el comodín, así que no dudé en usarlo. Al instante, se destapó de su iglú de tela mostrando una sonrisa tan amplia que los dos hoyuelos a ambos lados de las comisuras me saludaron sin timidez.

—¿¡Iremos!?
—Claro —esto sí que podía prometerlo, no como la nieve—. Te prometo que en verano iremos al parque de atracciones.
—¿Y por qué no mañana?
—Porque aún hace frío y no está abierto —y añadí—. Cuando no tengas que usar mantas porque sea verano, te prometo que iremos al parque de atracciones.

Se quedó pensativa durante unos segundos mientras jugaba con el extremo de la colcha. La enrollaba en torno a su mano, deshacía el lío y volvía de nuevo con el proceso, dando la impresión de que trataba a aquella tela casi como a un amigo

—¿Y qué pensarán las mantas del verano?

No me esperaba la pregunta, por lo que tardé un tiempo en estar apto para responderla. Y lo que vino a continuación acabó descolocándome por completo.

—¿A qué te refieres con «qué pensarán las mantas del verano»? —Repetí la pregunta tratando de encontrarle sentido—. Las mantas son mantas, no piensan.
—Pero en verano dejamos de usarlas, las abandonamos.
—No es cierto. Sencillamente, las apartamos a un lado porque han dejado de ser útiles.
—¿Como hizo mamá con nosotros?


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