Relato de una historia inexistente.
El cursor parpadea en la inmaculada pantalla apremiando a mis ideas pero no hay ninguna que se atreva a precipitarse al vacío de la página en blanco. Quizá sea el bloqueo. O tal vez la falta de ganas, pero lo cierto es que a mi cabeza le hace falta un descanso. Necesita salir de la atmósfera laboral que nos inyecta este despacho. ¿Demasiada presión para mí, aquel que se jactaba de sacar las mejores frases un minuto antes del plazo de entrega? Me estoy haciendo mayor, esa es la realidad.
Hablando de realidad… ¿Por qué no aparco la ficción y me centro en algún hecho real? ¡Claro! Leeré el periódico de hoy hasta encontrar alguna noticia que merezca una buena historia. O una mala, tampoco hay que ser tan escrupuloso. ¿Manifestaciones en Irán? Demasiado seria como para abordarla durante unas pocas horas. ¿Obama mata una mosca? Puede ser interesante, sí. Aunque, ¿desde qué perspectiva? Un relato sobre el presidente de los Estados Unidos tiene menos originalidad que un cuento en el que intervenga una princesa. ¿Relatar la vida de la mosca contada por ella misma hasta que le cae encima todo el peso de la ley? Suena interesante, probemos.
Juanito era cubano como podrían serlo tantos otros si no fuera por que él era capaz de cruzar por sí mismo, y sin levantar ninguna sospecha, el estrecho de Florida en un solo vuelo o, lo que es lo mismo, abrir las alas en Cuba y cerrarlas en Estados Unidos. Era cubano, sí, de antepasados españoles, y el único parentesco con una persona de su nacionalidad eran las ganas de abandonar el país en busca de fortuna. El resto era sólo mosca.
Desde el momento en el que abandonó el estado de larva su obsesión siempre fue cruzar el estrecho. Pero no cruzarlo volando, ya que él era demasiado vago como para estar tantas horas batiendo las alas. Así que, tras visitar una fábrica de habanos, decidió esconderse en una de las cajas con destino a Estados Unidos asumiendo con ello el riesgo a la muerte. Pero, ¿para qué vivir si uno no se arriesga a hacerlo con dignidad? Tuvo suerte, la mercancía pasó la aduana llegando a su destino sin que Juanito padeciera más que la claustrofobia de su medio de transporte.
«Que lugar tan limpio», pensó desentumeciéndose las alas con un vuelo corto. «Ahora sólo me queda buscar la cocina y darme mi primer banquete yanqui». Pero por más que volaba fue incapaz de encontrar algo de comida así que, como era tan vago, buscó un sitio donde posarse a descansar divisando en la distancia a un par de personas sentadas, siendo una de ellas tan morena que seguramente fuera compatriota suyo. Entonces supo lo que hacer: se acercaría hasta allí y descansaría unos minutos. Además, puede que tuvieran algo que comer. ¿Qué podía perder? Viniendo de donde venia estaba convencido de que lo peor ya había pasado.
¿Pero qué mierda es ésta? Este relato parece más la historia de un niño de primaria que la de un escritor consagrado como soy yo. Imagino la cara de mi editor si le envío esto al cliente: sonreiría justo antes de romper mi contrato, por lo que no puedo permitir que eso suceda. No quiero recorrer todas las editoriales hasta dar con una que se arriesgue a publicar mis trabajos. Y si en el periódico no he encontrado inspiración, ¿dónde podré hallar la necesaria para escribir unas líneas? Espera, tengo unas ideas anotadas en la agenda. ¿Dónde coño la puse? Aquí. A ver… Un matrimonio sin hijos que adopta un cachorro de mastín haciéndolo pasar por su propio bebé hasta que se empeñan en llevarlo al pediatra en lugar de al veterinario… No, demasiado surrealista. La historia de un robot sin alma que se afilia a un partido político y le acaban tomando por un compañero más… Tampoco, no sea que me devuelvan el relato por ser demasiado crítico. ¿Y ésta? A ver…
Su madre sólo tuvo que avisarle tres veces para lograr levantarlo de la cama, y con un humor más agradable del habitual. A sus nueve años todavía no se había acostumbrado a madrugar, a pesar de que se levantaba diariamente a las ocho de la mañana para ir al colegio y seguía al pie de la letra cada indicación que le ordenaba su madre, a excepción, claro, de levantarse al primer aviso. Pero aquel día era diferente, las perspectivas resultaban halagüeñas. Había gimnasia, y eso le encantaba. También inglés, informática, que aprovecharía para navegar por internet, y lo mejor: había quedado con su mejor amigo después del colegio. Y hacía tanto que no lo veía que sólo con pensar en aquella cita ya se le revolvía el estómago por los nervios.
Salió corriendo de la habitación, ya vestido, y entró en el baño dispuesto a asearse. Hizo sus necesidades, se lavó los dientes sentado sobre la taza del váter abstrayéndose en sus pensamientos, se enjuagó los dientes con energía y se miró en el espejo preparándose para peinarse. Pero algo extraño sucedió: allí no había nadie. Asustado, siguió mirando durante unos segundos sin obtener ningún reflejo en la superficie de cristal, que se mantenía enturbiada por una nube de vapor, como si alguien se hubiera duchado con agua muy caliente, a pesar de que era el primero que utilizaba el baño y sólo había tocado el grifo del agua fría. Cerró los ojos deseando que todo fuera un mal sueño y su madre estuviera a punto de sacarle de él pero cuando los abrió, para su desgracia, el espejo tenía ocupante. Aunque no le reflejaba a él, un niño de nueve años, sino que en el cristal un hombre mayor, con arrugas y barba blanca, se mantenía impávido con la boca muy abierta, igual que los ojos, lo que evidenciaba su estado de pánico. El mismo que se adueñó del niño, que instantes después abandonaba el baño corriendo en busca de su madre mientras llenaba de gritos el ambiente apacible de la casa.
-¿Qué ha pasado?
-No te lo vas a creer -dijo el anciano. Se mesó la barba blanca tratando de serenarse-. Acababa de ducharme y, al ir a mirarme al espejo… ¡Había un niño!
¿Pero qué relato es éste? Está claro que hoy no es un día apropiado para la inspiración así que lo mejor será que aplace el encargo con alguna excusa. Total, seguro que sale otro. Para entregar algo tan malo prefiero no entregar nada. Control más E y… Borrar.
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