Exceso de equipaje – Parte 1 –
Una mañana de verano, como cualquier otra, dejaba entrever un somnoliento sol que, a pesar de las tempranas horas, ya calentaba lo suficiente como para elevar por encima de los veinte los grados de la calle, casi desierta. “Ya son las siete”, pensó miguel mientras echaba una fugaz mirada a su despertador. Estaba deseando que llegase esa hora para levantarse de la cama, tal como habían acordado la noche anterior. Se había acostado a las dos de la madrugada pero, aún así, le había sido imposible alcanzar el sueño. La ansiedad le oprimía el pecho haciéndole prácticamente imposible la respiración. Ya estaba cansado de dar vueltas en la cama pensando en su primer día de vacaciones. Y, aunque se pudiera pensar lo contrario, la causa no era precisamente la impaciencia ante la inminente llegada de ese hecho. Sino algo que solo él sabía y sufría.
-Ya son las siete –dijo Miguel mientras zarandeaba suavemente a su mujer, que descansaba a su lado-. Hay que levantarse y marchar.
-¿Ya es la hora –preguntó Julia mientras se giraba hacia su marido tratando de abrir los ojos-. Déjame dormir un poco más. No creo que pase nada por que salgamos un poco más tarde.
-Cuando antes lo hagamos mejor. Antes llegaremos al apartamento.
-Si ya lo dejamos todo preparado anoche. Solo tenemos que cargarlo en el coche y despertar a Paz.
-Por eso. No se cuanto tardaremos en darle de desayunar. Y también hay que preparar a Lucy.
Siguieron debatiendo durante un par de minutos más sin que Julia lograse salirse con la suya en su intención de retrasar unas horas el comienzo del viaje. Lo habían preparado pormenorizadamente y Miguel, un maniático de la puntualidad y el orden, no estaba dispuesto a malgastar un tiempo precioso por el simple hecho de holgazanear en la cama. Había trazado el recorrido y las paradas, junto con las horas aproximadas de llegada a cada uno de esos puntos. Incluido uno que solo él sabía. Y, como desconocía su desenlace, prefería reservar algo de tiempo por si acaso debiesen utilizarlo.
Miguel se levantó de la cama, se vistió rápidamente y, antes de que pudiese abrir la puerta del dormitorio, Lucy, la perrita de la familia, la abrió repentinamente estando a punto de impactar con ella en el rostro de su dueño. Éste logró apartarse justo cuando veía la puerta a escaso centímetros de sus ojos.
-¡Lucy! –gritó Miguel mientras ésta saltaba sobre la cama y comenzaba a revolcarse sobre ella con un trozo de sábana en su hocico-. ¡Baja de ahí!
-Venga –dijo Julia mientras bajaba delicadamente a la perra al suelo-. Baja. Quédate tranquila.
Lucy era un cachorro de Cocker color canela de apenas ocho meses de edad. Estaba con ellos desde las pasadas navidades debido a la continua insistencia de Paz, su hija de siete años. Aunque en un principio no querían habían accedido a regalárselo. Jamás olvidarían la cara de ésta cuando abrió la gran caja de cartón con agujeros en su tapa y levantaba al diminuto cachorro de dos meses de edad. Lo abrazó cariñosamente y le dio un beso en la cabeza. Y, muy al contrario de lo que pensaban sus padres, resultó que no solo el cariño hacia que demostrase un profundo apego al animal. Sino que, también, estaba concienciada de su responsabilidad y no delegaba los cuidados más esenciales sobre sus padres. Se encargaba de darle de comer, sacarlo a pasear e, incluso, de bañarlo cuando era necesario.
Miguel salió del dormitorio y entró en la habitación contigua, en la que dormía su hija. Solo les separaba una delgada pared, por lo que no tuvo que dar más que unos pocos pasos. Paz dormía a oscuras, con las persianas bajadas, aunque corría las ventanas para que le entrase algo de aire. Cuando entró la vio en la misma postura en la que la había dejado la noche anterior: boca arriba y con los brazos en cruz. Estaba prácticamente desnuda. Solo llevaba unas diminutas braguitas. Era una niña demasiado calurosa, pero no lo suficiente como para dejar entrar el húmedo aire de la noche. Solía decir que la luz de las farolas le molestaba.
-Arriba –dijo Miguel mientras levantaba las persianas dejando que la luz del sol impactara de lleno en los ojos de su hija-. Ya es hora de levantarse.
-Déjame dormir un poco más –suplicó Paz dándose la vuelta para protegerse de la luz-. Tengo sueño.
-No tenías que haberte ido a dormir tan tarde.
Miguel se sentó en el borde de la cama y se inclinó para besar la mejilla izquierda de su hija. Una ráfaga de culpa le recorrió todo el cuerpo impactando en su cerebro con una explosión de dolor. Acarició su espalda desnuda tratando de apaciguarlo pero esto le perjudicaba más. Todavía no había planeado la mejor manera de actuar, y cada vez se acercaba más el momento. De súbito, y sin esperarlo, Lucy apareció, apartando todos sus pensamientos, y, de un salto, subió a la cama y lamió el rostro de Paz, por el lado contrario al que estaba su padre. Ésta comenzó a reírse incapaz de soportar las cosquillas que le producía la diminuta lengua de la perra.
-Vale. Ya me levanto.
Paz se irguió, sentándose sobre la cama, tratando de desterrar de su cabeza los restos del último sueño. No era una niña que durmiese demasiado. Solía irse a la cama bastante tarde, sin que sus padres hubieran podido encontrar una solución para arreglarlo. Eran excesivamente permisivos, por su incapacidad de imponerse a los continuos deseos de la pequeña. Con sus siete años recién cumplidos podía decirse que era la auténtica dueña de la casa. Y solía conseguirlo todo. Incluida la reciente adquisición de la perra. A pesar de la reticencias de sus progenitores, eran incapaces de soportar las pataletas de su hija. Ella lo sabía. Y se aprovechaba.
-Voy a prepararte el desayuno –dijo Miguel mientras salía de la habitación de su hija dejando a ésta peleándose con Lucy por las prendas de vestir-. No tardes mucho.
-Tranquilo, Papá. No tardaremos.
Fue hacia la cocina y preparó dos cafés con leche y un gran tazón de Cola-Cao, depositándolo todo encima de la mesa del comedor junto con una amplia diversidad de pasteles y galletas. Acto seguido se sentó y aguardó a que el resto de la familia ocupase sus respectivos asientos y se dispusieran a desayunar. Cogió su taza de café y le dio un largo trago, cerrando los ojos y dejando que sus pensamientos fluyeran libremente por su mente. Al cabo de unos minutos, sin que él pudiese precisar la cantidad justa, su mujer le sacó de su abstracción al sentarse junto a él.
-¿Qué piensas? –preguntó ella mientras también daba cuenta del café-. Pareces ausente.
-Ah. Ya estás aquí –dijo Miguel mientras depositaba su taza encima de la mesa-. Estaba pensando en el viaje.
-Ya me imaginaba –Julia hizo una pausa mientras volvía a dar un sorbo a su café-. No te preocupes tanto. Está todo planeado. ¿No?
-Sí. Supongo que sí.
Paz y Lucy irrumpieron en el comedor acabando con la conversación de la pareja. La perra perseguía a la niña mientras ladraba de forma escandalosa. Ésta, volviéndose sobre sus talones, la agarró por el collar y la arrastró por el suelo, echándose posteriormente encima de ella. Las risas y los ladridos evidenciaban el disfrute de ambos participantes en el juego. Miguel los observó y no pudo evitar que la emoción se apoderase de su cuerpo haciendo que derramara una fina lágrima, que resbaló solitaria por su mejilla derecha. La felicidad de su hija le causó un doble sentimiento. Su mujer, asombrada ante su llanto, le preguntó:
-¿Qué es lo que te pasa? ¿Por qué estás llorando?
-No es nada –respondió Miguel tratando de desdramatizar el momento-. No te preocupes.
-¿Cómo que no me preocupe? ¿Qué es lo que te pasa?
-Es que –dijo él tratando de sacar fuerzas para confesar su preocupación a Julia-… ¿Te acuerdas que te dije que había reservado un apartamento durante un mes al lado de la playa?
-Como no me voy a acordar. Me dijiste que te encargarías del alojamiento y que habías logrado encontrar algo bueno y económico –hizo una pausa mientras calibraba las palabras de su marido-. ¿Han anulado la reserva?
-No, tranquila. No es eso –Miguel apartó su mirada de los ojos de su mujer y contempló durante unos segundos como su hija disfrutaba jugando con la perra-. Es que –hizo una nueva pausa mientras trataba de encontrar las palabras adecuadas-… En el apartamento no se admiten animales de compañía.
-Ya son las siete –dijo Miguel mientras zarandeaba suavemente a su mujer, que descansaba a su lado-. Hay que levantarse y marchar.
-¿Ya es la hora –preguntó Julia mientras se giraba hacia su marido tratando de abrir los ojos-. Déjame dormir un poco más. No creo que pase nada por que salgamos un poco más tarde.
-Cuando antes lo hagamos mejor. Antes llegaremos al apartamento.
-Si ya lo dejamos todo preparado anoche. Solo tenemos que cargarlo en el coche y despertar a Paz.
-Por eso. No se cuanto tardaremos en darle de desayunar. Y también hay que preparar a Lucy.
Siguieron debatiendo durante un par de minutos más sin que Julia lograse salirse con la suya en su intención de retrasar unas horas el comienzo del viaje. Lo habían preparado pormenorizadamente y Miguel, un maniático de la puntualidad y el orden, no estaba dispuesto a malgastar un tiempo precioso por el simple hecho de holgazanear en la cama. Había trazado el recorrido y las paradas, junto con las horas aproximadas de llegada a cada uno de esos puntos. Incluido uno que solo él sabía. Y, como desconocía su desenlace, prefería reservar algo de tiempo por si acaso debiesen utilizarlo.
Miguel se levantó de la cama, se vistió rápidamente y, antes de que pudiese abrir la puerta del dormitorio, Lucy, la perrita de la familia, la abrió repentinamente estando a punto de impactar con ella en el rostro de su dueño. Éste logró apartarse justo cuando veía la puerta a escaso centímetros de sus ojos.
-¡Lucy! –gritó Miguel mientras ésta saltaba sobre la cama y comenzaba a revolcarse sobre ella con un trozo de sábana en su hocico-. ¡Baja de ahí!
-Venga –dijo Julia mientras bajaba delicadamente a la perra al suelo-. Baja. Quédate tranquila.
Lucy era un cachorro de Cocker color canela de apenas ocho meses de edad. Estaba con ellos desde las pasadas navidades debido a la continua insistencia de Paz, su hija de siete años. Aunque en un principio no querían habían accedido a regalárselo. Jamás olvidarían la cara de ésta cuando abrió la gran caja de cartón con agujeros en su tapa y levantaba al diminuto cachorro de dos meses de edad. Lo abrazó cariñosamente y le dio un beso en la cabeza. Y, muy al contrario de lo que pensaban sus padres, resultó que no solo el cariño hacia que demostrase un profundo apego al animal. Sino que, también, estaba concienciada de su responsabilidad y no delegaba los cuidados más esenciales sobre sus padres. Se encargaba de darle de comer, sacarlo a pasear e, incluso, de bañarlo cuando era necesario.
Miguel salió del dormitorio y entró en la habitación contigua, en la que dormía su hija. Solo les separaba una delgada pared, por lo que no tuvo que dar más que unos pocos pasos. Paz dormía a oscuras, con las persianas bajadas, aunque corría las ventanas para que le entrase algo de aire. Cuando entró la vio en la misma postura en la que la había dejado la noche anterior: boca arriba y con los brazos en cruz. Estaba prácticamente desnuda. Solo llevaba unas diminutas braguitas. Era una niña demasiado calurosa, pero no lo suficiente como para dejar entrar el húmedo aire de la noche. Solía decir que la luz de las farolas le molestaba.
-Arriba –dijo Miguel mientras levantaba las persianas dejando que la luz del sol impactara de lleno en los ojos de su hija-. Ya es hora de levantarse.
-Déjame dormir un poco más –suplicó Paz dándose la vuelta para protegerse de la luz-. Tengo sueño.
-No tenías que haberte ido a dormir tan tarde.
Miguel se sentó en el borde de la cama y se inclinó para besar la mejilla izquierda de su hija. Una ráfaga de culpa le recorrió todo el cuerpo impactando en su cerebro con una explosión de dolor. Acarició su espalda desnuda tratando de apaciguarlo pero esto le perjudicaba más. Todavía no había planeado la mejor manera de actuar, y cada vez se acercaba más el momento. De súbito, y sin esperarlo, Lucy apareció, apartando todos sus pensamientos, y, de un salto, subió a la cama y lamió el rostro de Paz, por el lado contrario al que estaba su padre. Ésta comenzó a reírse incapaz de soportar las cosquillas que le producía la diminuta lengua de la perra.
-Vale. Ya me levanto.
Paz se irguió, sentándose sobre la cama, tratando de desterrar de su cabeza los restos del último sueño. No era una niña que durmiese demasiado. Solía irse a la cama bastante tarde, sin que sus padres hubieran podido encontrar una solución para arreglarlo. Eran excesivamente permisivos, por su incapacidad de imponerse a los continuos deseos de la pequeña. Con sus siete años recién cumplidos podía decirse que era la auténtica dueña de la casa. Y solía conseguirlo todo. Incluida la reciente adquisición de la perra. A pesar de la reticencias de sus progenitores, eran incapaces de soportar las pataletas de su hija. Ella lo sabía. Y se aprovechaba.
-Voy a prepararte el desayuno –dijo Miguel mientras salía de la habitación de su hija dejando a ésta peleándose con Lucy por las prendas de vestir-. No tardes mucho.
-Tranquilo, Papá. No tardaremos.
Fue hacia la cocina y preparó dos cafés con leche y un gran tazón de Cola-Cao, depositándolo todo encima de la mesa del comedor junto con una amplia diversidad de pasteles y galletas. Acto seguido se sentó y aguardó a que el resto de la familia ocupase sus respectivos asientos y se dispusieran a desayunar. Cogió su taza de café y le dio un largo trago, cerrando los ojos y dejando que sus pensamientos fluyeran libremente por su mente. Al cabo de unos minutos, sin que él pudiese precisar la cantidad justa, su mujer le sacó de su abstracción al sentarse junto a él.
-¿Qué piensas? –preguntó ella mientras también daba cuenta del café-. Pareces ausente.
-Ah. Ya estás aquí –dijo Miguel mientras depositaba su taza encima de la mesa-. Estaba pensando en el viaje.
-Ya me imaginaba –Julia hizo una pausa mientras volvía a dar un sorbo a su café-. No te preocupes tanto. Está todo planeado. ¿No?
-Sí. Supongo que sí.
Paz y Lucy irrumpieron en el comedor acabando con la conversación de la pareja. La perra perseguía a la niña mientras ladraba de forma escandalosa. Ésta, volviéndose sobre sus talones, la agarró por el collar y la arrastró por el suelo, echándose posteriormente encima de ella. Las risas y los ladridos evidenciaban el disfrute de ambos participantes en el juego. Miguel los observó y no pudo evitar que la emoción se apoderase de su cuerpo haciendo que derramara una fina lágrima, que resbaló solitaria por su mejilla derecha. La felicidad de su hija le causó un doble sentimiento. Su mujer, asombrada ante su llanto, le preguntó:
-¿Qué es lo que te pasa? ¿Por qué estás llorando?
-No es nada –respondió Miguel tratando de desdramatizar el momento-. No te preocupes.
-¿Cómo que no me preocupe? ¿Qué es lo que te pasa?
-Es que –dijo él tratando de sacar fuerzas para confesar su preocupación a Julia-… ¿Te acuerdas que te dije que había reservado un apartamento durante un mes al lado de la playa?
-Como no me voy a acordar. Me dijiste que te encargarías del alojamiento y que habías logrado encontrar algo bueno y económico –hizo una pausa mientras calibraba las palabras de su marido-. ¿Han anulado la reserva?
-No, tranquila. No es eso –Miguel apartó su mirada de los ojos de su mujer y contempló durante unos segundos como su hija disfrutaba jugando con la perra-. Es que –hizo una nueva pausa mientras trataba de encontrar las palabras adecuadas-… En el apartamento no se admiten animales de compañía.
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