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Exceso de equipaje – Parte 2.

“Dame algo de lo que estás comiendo”, pensó Lucy mientras deambulaba por debajo de la silla de Paz. “Yo también tengo hambre y eso que comes huele muy bien. ¿Por qué tengo que comer siempre las bolas esas secas? Hay veces que no las puedo tragar”. Al ver que mendigando no conseguía nada se dio por vencida y marchó hasta su cojín, en una esquina del comedor, y se enroscó sobre si misma, apoyando el hocico sobre sus patas traseras. “No se que es lo que pasa hoy, pero seguro que vamos al campo. Me van a sacar de paseo. Ya hace mucho que no me sacan. Parece que están bastante nerviosos. Sobre todo Papá. No se que piensa pero algo le preocupa”.
-Lucy –dijo Miguel mientras se levantaba de la mesa-. Ven. Que te tengo que poner el arnés.
“¡Que bien! ¡Ya nos vamos!”. Levantó la cabeza, como accionada por un resorte, se puso en pie y, alborotada, corrió hasta su encuentro ladrando y meneando su diminuta cola. “¡Bien! ¡Ponme la correa! ¡Pónmela y salgamos fuera! Tengo muchas ganas de salir”.
-¡Tranquilízate un poco! –gritó Miguel desesperado por la imposibilidad de colocarle el arnés-. Deja de moverte de una vez.
“¡Quiero irme ya! ¡Tengo muchas ganas de que me saques!”. Dejó de moverse por un instante, justo el necesario para colocarle el collar. Una vez puesto volvió a salir desbocada y no paró de correr por todo el comedor hasta que Paz logró cogerla en brazos. “¿A que vamos a jugar cuando lleguemos? Podemos perseguirnos y meternos por la hierba hasta que nos cansemos. O, si hay esa agua tan grande, podemos mojarnos como hicimos la última vez. Anda que no nos regañaron Papá y Mamá cuando salimos de allí. Y lo que tardamos en secarnos por la noche mientras comíamos delante de aquella cosa caliente y brillante”. Julia abrió la puerta de la calle y todos bajaron hasta el coche. Una vez dentro de él Paz soltó a Lucy en los asientos traseros y ésta se revolcó en ellos mientras trataba de morder a su pequeña dueña. “¡Ven aquí conmigo! Si no te voy a morder hasta que vengas. ¡Te estoy esperando! Vale. Si no vienes entonces dejaré de jugar yo también. Vaya. Parece que ya nos vamos”.
-Paz –dijo Miguel mientras giraba la cabeza para hablar con su hija, que estaba en el asiento de atrás-. Pon a la perra en el suelo mientras esté conduciendo.
-Sí, Papá.
“¡No! ¡No quiero estar ahí abajo! ¡Me voy a marear! Es lo que menos me gusta de viajar. ¿Por qué tengo que estar en el suelo cuando los demás están arriba? Me parece que lo mejor será que me ponga a dormir. Con el movimiento me está entrando bastante sueño. Sí. Eso es lo que voy a hacer. Voy a cerrar los ojos y me quedaré dormida. Voy a quedarme dormi”…

“¿Dónde estamos?”, se preguntó Lucy cuando sintió que el coche se detenía. “¿Ya hemos llegado? Pues tampoco se me ha hecho tan largo. ¡Vamos a jugar!”. Dio un salto, subió hasta el asiento e, irguiéndose sobre sus patas traseras, se apoyó sobre la ventanilla, vislumbrando con curiosidad el exterior. “No parece el mismo sitio que la última vez. No hay agua. Ni tampoco árboles. Y esta carretera tan grande tampoco estaba. Debe ser un sitio nuevo. Es igual. Si Papá nos ha traído hasta aquí seguro que es un sitio divertido. ¡Salgamos a jugar!”. Cruzó el asiento y subió al regazo de Paz lamiéndole con insistencia la cara. “Abre la puerta y vamos a jugar. Me estoy aburriendo. Y tenemos que ver como es este nuevo sitio. ¡Venga!”.
-Ya salimos, Lucy –dijo Paz mientras apartaba el hocico de la perra-. ¿Podemos salir, Papá?
-Sí –contestó éste con un hilo de voz-. Cógela de la correa y sácala a pasear. Tu madre y yo tenemos que hablar un momento. Ten cuidado con la carretera.
“¡Vamos! ¡Vamos! ¡Date prisa!”. Paz tenía que hacer un gran esfuerzo para sujetar a la perra. Ésta estiraba con fuerza de la cuerda. “Que cantidad de olores nuevos. Aquí huele a hierba seca. A coche. ¡Uh! Éste no lo conocía. Que bueno que es. ¡Anda! Ahora que me doy cuenta. ¿Dónde están Papá y Mamá? Aquí solo estamos Paz y yo. Que raro. Yo creía que saldríamos todos juntos”. Echó una amplia ojeada a su alrededor y divisó a unos metros el coche. No podía fiarse completamente de lo que le dictaban sus ojos pero le pareció ver a sus dueños en el interior. “Seguro que todavía están dentro. Bueno. Ahora vendrán. ¡Vamos a ver que hay detrás de ese matorral! Que raro huele aquí. Huele como en el servicio de casa pero mucho más fuerte. Lo mejor será volver al coche. ¡Venga! ¡No te quedes ahí parada!”
-¡Paz! –gritó Miguel saliendo del coche-. ¡Ven aquí!
-¡Ahora vamos, Papá! –gritó Paz mientras trataba de aguantar los estirones de la perra-. “Creí que no ibas a salir”, pensó Lucy mientras llamaba la atención de Miguel encaramándose a sus rodillas. Éste parecía ignorarla. “Vamos a pasear todos juntos. Hay que ver como es todo esto antes de comer y de irnos a dormir. Luego no habrá luz para ver las cosas. ¿Por qué no me sueltas para que pueda mirar lo que yo quiera?”. Miguel, como si hubiese sido capaz de leerle el pensamiento, se agachó y, apretando el gancho que la mantenía unida a la correa que sostenía su hija, la liberó. Lucy no tardó en salir corriendo para investigar por si misma el terreno. “No es tan bonito como el sitio de la última vez pero tampoco está tan mal. Lo que no me gusta es esta carretera que cruza todo el campo. Pero siempre es mejor que estar en casa. ¿No vienen? ¿Por qué mete Papá a Paz otra vez dentro del coche? Que raro. A lo mejor es que éste no era el sitio y tenemos que volver a irnos. Y ahora también ha entrado Papá. ¡Esperadme! ¡Que os olvidáis de mí! ¡Que no he entrado en el coche! ¡ESPERAAAAD!”. Lo último que alcanzó a ver fue a la niña asomada al cristal del maletero. Aunque fue incapaz de distinguir el mar de lágrimas que le resbalaba por las mejillas.
“¿Por qué se han ido sin mí? ¡Ah! Seguro que quieren jugar al escondite conmigo. Se habrán escondido para que les busque. Seguro que es eso. Pues no voy a dejar que me ganen. ¡Papá! ¡Mamá! ¡Paz! Parece que por aquí no están. Voy a mirar aquel árbol que hay a lo lejos”. Recorrió rápidamente los escasos cien metros que le distanciaban del árbol que había divisado. Era el único que aún quedaba vivo en aquel diminuto descanso de autopista, una amplia explanada de hierba seca partida por la mitad por una desierta carretera. “Aquí tampoco están. A lo mejor han ido a buscar alguna cosa. Tendré que sentarme a esperar. Me voy a aburrir hasta que vengan. Espero que no tarden mucho. ¡Ah! ¡Ahí están! Acabo de ver el coche a lo lejos. ¡Mamá! ¡Papá! ¿Por qué me habéis dejado sola? Eso no está bien. Pero os perdono. ¡Vamos a dar un paseo!”. Llegó jadeando hasta el lugar en el que había divisado el automóvil. “¡Ah! ¡Tú no eres Papá!”.
-¡Un perro! –gritó un desconocido mientras se apeaba del coche recién llegado. Le acompañaba una mujer que, al ver al pequeño cachorro de cocker, también se bajó del vehículo yendo al encuentro del perro-. ¿Qué crees que hace aquí? Es extraño que se haya perdido en este sitio.
-Pues sí –dijo la mujer acariciando a Lucy-. Debe de haberse escapado de algún coche. O quizá lo han abandonado.
-Seguro que es lo segundo. Ahora es lo más habitual. Podríamos quedárnoslo.
-¿Y si sus dueños vuelven a buscarlo? Lo mejor será dejarlo aquí. Aparte. Tampoco podemos tener un perro en el piso. Recuerda que estamos de alquiler.

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-¡Te odio Papá! –gritó Paz entre sollozos-. ¡Te odio! ¡TE ODIO!
Miguel trató inútilmente de consolar a su hija. Se agachó hasta su altura y la abrazó deseando calmarla. Pero ésta, apartándole con rabia, se liberó de sus brazos y, sin dejar de llorar, corrió hasta una de las habitaciones del apartamento cerrando violentamente la puerta tras de si. Su padre fue tras ella pero no se atrevió a vulnerar su intimidad. Se sentó al otro lado del dormitorio y, también llorando, trató de disculparse.
-Lo siento Hija. Pero no había otra solución.
Silencio.
-Perdóname, por favor. No podíamos tener a Lucy en este apartamento. Están prohibidos los animales –hizo una breve pausa para enjugarse las lágrimas con una de las mangas de su camiseta-. Además. Ya se ha hecho muy grande y nos está rompiendo todos los muebles. Nos da mucho trabajo. Y los vecinos se quejan por sus ladridos.
Se calló esperando alguna palabra de Paz. Pero no la escuchó. Apretó su oreja contra la puerta que les separaba y pudo oír los profundos lamentos de su hija. Eso le entristeció aún más odiándose con todas sus ganas. Ahora lamentaba el haberse comportado de esa manera. Pero, en el fondo de su mente, todavía conservaba un pequeño rincón que se resistía al arrepentimiento. Y eso le hacía imposible claudicar.
-Deja que se desahogue –le dijo su mujer. Se había acercado sin hacer ruido hasta el lugar en el que se encontraba sentado -. Quizá mañana ya se haya calmado.
-¿Crees que se calmará? –preguntó Miguel con un débil tono de voz-. Yo creo que no. Le he quitado lo que más quería. Seguro que quería más a la perra que a mí.
-No seas tan cruel contigo mismo. Sabes que eso no es cierto –Julia tendió la palma de la mano derecha a su marido incitándole a que se levantara-. Vamos a cenar.
-¿Y Paz? ¿No va a cenar nada?
-¡NO QUIERO COMER! –se oyó desde la habitación en respuesta a la pregunta-.
-Déjala tranquila –dijo Julia ayudando a su marido a levantarse-. Mañana será otro día.
Miguel no consiguió probar bocado. Tenía hecho un nudo en el estómago que le hacía imposible tragar nada. La ansiedad se había apoderado de su cuerpo y la preocupación que le oprimía la mente le ocupaba por completo los pensamientos. “¿Qué es lo que puedo hacer”, pensaba. “No puedo dejar que se salga con la suya. Además. Aunque volviéramos al descanso seguro que la perra ya no está allí. Se la habrá llevado alguna otra persona. Es demasiado bonita para que no la quiera nadie”. De repente se descubrió a si mismo enternecido por el recuerdo de la abandonada mascota. “Tenía que hacerlo”, pensó tratando de callar aquel pensamiento rebelde. “Era demasiado revoltosa. Siempre hemos tenido que dejarla sola en casa y, al rato de habernos marchado, se ponía a ladrar cada vez que oía un ruido extraño. Más de una vez los vecinos me han llamado la atención. Y no tengo ganas de que vuelvan a hacerlo”. Con estos pensamientos se marchó a la cama y, como había supuesto, éstos le impidieron el concilio del sueño. Y no solo los pensamientos. Al rato de acostarse, y quedarse todo en silencio, volvió a captar los sollozos de Paz. Era un llanto continuo, sin que le faltasen las fuerzas, ni los motivos, para seguir llorando. A veces quedaba ahogado durante unos segundos, instante que aprovechaba para sorber sonoramente sus mocos. Tras hacerlo retomaba el lamento con más ímpetu. “Menuda mierda de padre que soy. Hacer semejante daño a una hija. La verdad es que no la merezco. No merezco nada. Y menos por abandonar a su suerte a un indefenso animal que dependía de mí para sobrevivir. Lucy solo quería demostrarnos su cariño. ¿Y así es como se lo pago? El verdadero animal soy yo”. Y las cálidas lágrimas volvieron a brotar de sus cansados ojos empapando con salada culpa la superficie donde reposaba su cabeza.

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“Ya se está haciendo de día y todavía no han vuelto. A lo mejor me han dejado sola para siempre. Y aquí me quedaré yo. Esperándoles. Han venido muchos coches pero ninguno eran ellos. Será mejor que siga durmiendo hasta que vengan. Me apretaré un poco más. Aunque parecía que hacía calor he cogido frío con la noche”. Justo cuando estaba a punto de dormirse un coche irrumpió ruidosamente en la desierta explanada sacándola de su amodorramiento. Lucy ni se inmutó y continuó enroscada sobre un pequeño lecho de hierba seca. “Seguro que no son ellos. Será otro coche con gente extraña”
-¡LUCY! –gritó una niña cuya voz le resultaba tremendamente familiar-. ¡Ya hemos vuelto!


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