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Ciego de amor.

Atravieso la muchedumbre sin tropezar con nadie y, como cada tarde, me adentro en el vagón de metro. Los mismos sonidos que escucho cada día envuelven mis oídos sin que consigan estimularlos. Las puertas se cierran con un ruido sordo mientras los nervios invaden por completo mi cuerpo, esperando el momento.
-Pròxima estació…
Ya no escucho nada más. El eco de aquella voz femenina resuena en mi cabeza erizando el vello de mis brazos. “Que ganas tenía de volverte a oír”, pienso. “No he podido dormir en toda la noche por que solo pensaba en ti. Puede que esté loco por haberme enamorado de una voz de megafonía. Pero desde que te escuché por primera vez no ha existido nadie más. Me he obsesionado contigo y solo pienso en escucharte. Ojalá encontrara a la verdadera mujer que hay detrás de tu voz”.
-¿Quiere sentarse? –me pregunta una voz masculina cercana sacándome de mi ensoñación.
-Sí. Muchas gracias.
Me siento con dificultad, ayudado amablemente por la persona que me cede el asiento, y coloco el bastón entre mis piernas, aguardando con impaciencia el aviso de las próximas paradas. “No hay duda. He perdido el rumbo de mi vida. Esta obsesión acabará por volverme loco. Si es que no lo estoy ya”. Noto como el tren se detiene suavemente y los pasajeros abandonan con prisas el vagón. Soy incapaz de verles pero siento envidia de ellos. “Seguro que tienen a alguien que les espera impaciente en casa para recibirles con un abrazo. O desean llegar a tiempo a sus trabajos para tomarse un café caliente con sus compañeros mientras yo sigo aquí: muriéndome de nerviosismo cada vez que se cierran las puertas”.
El tiempo pasa y, sin que pueda precisar cuanto, la megafonía anuncia el final de la línea. Me pongo en pie y, ayudado por mi bastón, abandono el tren dirigiéndome lentamente hacia el ascensor. Por fortuna no tengo que subir ningún tipo de escaleras para cambiar de andén por lo que poco después me encuentro esperando de nuevo al metro, en sentido contrario al que vine.
“Que lejana resulta la época en la que aún podía ver a las personas que me rodean. Como se desmoronaba el mundo a medida que se hacía más intensa la agonía de perder la vista. El cambio fue progresivo pero acabó tan rápido que todavía no me he acostumbrado a estar en tinieblas. Ni a vivir solo. No hecho la culpa a mi mujer por haberme dejado. Era una carga para ella. Pero si me hubiera gustado tener más apoyos a la hora de retomar mi vida. Todavía recuerdo la primera vez que me atreví a salir de casa con la simple ayuda de este bastón. Como temblaba introduciendo las monedas en la máquina para sacar el billete. Pero todos mis temores se esfumaron cuando, tras entrar en el tren, escuché tu voz. Mi corazón dio un vuelco tras oírte. Como cada vez que me subo en el metro”.
-Próxima estació…
-Sant Antoni.
Vuelvo a mi casa. Me sería imposible confesar a nadie que paso las tardes cruzando subterráneamente Barcelona, solo por escucharte. Conozco cada palmo de sus entrañas sin necesidad de haberlas visto. La ceguera me lo impide. Aunque recorriera sus calles no podría admirar la belleza de sus rincones. Eso ya se acabó. Solo deseo no quedarme sordo y dejar de oírte.
-¿Quiere sentarse?
Me quedo paralizado ante aquella pregunta. El tiempo se detiene es este instante creando una burbuja que me separa del resto del mundo. Solo tengo oídos para aquella mujer.
-Perdone. Debe de estar cansado de estar de pie. ¿No quiere sentarse?
Unas palabras brotan de mis labios, surgidas directamente del corazón.
-Por fin te he encontrado.


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