Infimocuentos: el repartidor de flores.
Sebastián era un enterrador de tercera generación dedicado en exclusiva al cementerio de un pequeño pueblo de montaña. La única herencia que había tenido de sus padres era aquel oficio extraño que desde siempre le había obligado a ser un solitario. Pero eso encajaba con su carácter. Jamás había tenido la necesidad de entablar conversación con nadie. A excepción de los muertos. Y, como solía decir él, eran la mejor compañía para un hombre de limitadas palabras.
Cada mañana, con la salida del sol, inspeccionaba el estado de su querido camposanto. Vigilaba los panteones, cavaba nuevas fosas, limpiaba el suelo de hojas secas… Y lo que más le gustaba: repartía las flores que consideraba sobrantes entre otras tumbas, olvidadas desde hacía tiempo por sus familiares. Se consideraba a sí mismo el Robin Hood mortuorio. “Los menos recordados también tienen derecho a recibir un ramo”, pensaba.
Una de aquellas mañanas se percató de un nicho, ocupado recientemente. Pero, a excepción de los otros, ninguna inscripción revelaba el nombre del inquilino. Una placa de granito negro era su único adorno. “Que solo debes de estar ahí dentro. Te traeré unas flores para que te hagan compañía”. Minutos después un gran jarrón de narcisos decoraba con majestuosidad la tumba. Satisfecho con el trabajo Sebastián continuó con sus quehaceres rutinarios.
Pasaron los días sin que nada volviese a llamar la atención del enterrador. Hasta que uno de ellos, al pasar de nuevo por aquel nicho, observó que las flores no habían marchitado. Permanecían intactas. Igual de frescas. “Que extraño. Son las mismas que puse yo. No puede haber venido nadie a cambiarlas”. Y desde aquel día lo primero que hacía nada más levantarse era comprobar el estado de las flores. Pero por más que pasaba el tiempo seguían igual que plantadas en tierra. Y no solo los narcisos. Cualquier otra planta que colocase allí se comportaba de la misma manera. “A veces los espíritus que habitan la tumba les absorben la vida, ávidos de continuar en este mundo. Entonces las flores envejecen en seguida. Hay otros que asumen la muerte más rápidamente sin necesidad de materializar ese deseo. Pero jamás había visto una planta inmarchitable”. Instigado por la curiosidad golpeó repetidamente la lápida. Algo se removió en el interior del nicho.
-¿Hay alguien? –preguntó Sebastián en voz alta-. ¿Estás todavía dentro?
Una nube vaporosa atravesó el granito adoptando la figura de una persona anciana. Sus rasgos estaban desdibujados. Pero, aún así, su rostro iracundo permanecía perceptible.
-¡Déjame en paz! –replicó el espíritu enfadado-. ¡No quiero que me molestes!
-Perdone –el enterrador midió sus palabras. Sabía como comportarse en esos casos-. Solo quería hacerle una pregunta –la ira de su interlocutor se hacía cada vez más patente-. ¿Cómo es que no se marchitan las flores en su tumba?
-¿Si te lo digo me dejarás solo? –Sebastián asintió-. Quiero abandonar el mundo de los vivos en soledad. Nunca he tenido a nadie a mi lado. Y ahora que casi no existo prefiero seguir de esa manera.
Hizo una cabriola extraña atravesando de nuevo el granito, esta vez hacia dentro del nicho.
-¡Espera! ¡Dime lo de las flores!
-¡Las he mantenido vivas para que no te acercaras! –la voz sonaba lejana y apagada-. Pero veo que ha resultado ser lo contrario. ¡No vuelvas a traerme nada!
Sebastián se marchó y nunca más volvió a acercarse a aquella tumba. Si el espíritu deseaba extinguir su vida en soledad era su decisión. Ni siquiera él mismo tenía derecho a quebrantarla.
Cada mañana, con la salida del sol, inspeccionaba el estado de su querido camposanto. Vigilaba los panteones, cavaba nuevas fosas, limpiaba el suelo de hojas secas… Y lo que más le gustaba: repartía las flores que consideraba sobrantes entre otras tumbas, olvidadas desde hacía tiempo por sus familiares. Se consideraba a sí mismo el Robin Hood mortuorio. “Los menos recordados también tienen derecho a recibir un ramo”, pensaba.
Una de aquellas mañanas se percató de un nicho, ocupado recientemente. Pero, a excepción de los otros, ninguna inscripción revelaba el nombre del inquilino. Una placa de granito negro era su único adorno. “Que solo debes de estar ahí dentro. Te traeré unas flores para que te hagan compañía”. Minutos después un gran jarrón de narcisos decoraba con majestuosidad la tumba. Satisfecho con el trabajo Sebastián continuó con sus quehaceres rutinarios.
Pasaron los días sin que nada volviese a llamar la atención del enterrador. Hasta que uno de ellos, al pasar de nuevo por aquel nicho, observó que las flores no habían marchitado. Permanecían intactas. Igual de frescas. “Que extraño. Son las mismas que puse yo. No puede haber venido nadie a cambiarlas”. Y desde aquel día lo primero que hacía nada más levantarse era comprobar el estado de las flores. Pero por más que pasaba el tiempo seguían igual que plantadas en tierra. Y no solo los narcisos. Cualquier otra planta que colocase allí se comportaba de la misma manera. “A veces los espíritus que habitan la tumba les absorben la vida, ávidos de continuar en este mundo. Entonces las flores envejecen en seguida. Hay otros que asumen la muerte más rápidamente sin necesidad de materializar ese deseo. Pero jamás había visto una planta inmarchitable”. Instigado por la curiosidad golpeó repetidamente la lápida. Algo se removió en el interior del nicho.
-¿Hay alguien? –preguntó Sebastián en voz alta-. ¿Estás todavía dentro?
Una nube vaporosa atravesó el granito adoptando la figura de una persona anciana. Sus rasgos estaban desdibujados. Pero, aún así, su rostro iracundo permanecía perceptible.
-¡Déjame en paz! –replicó el espíritu enfadado-. ¡No quiero que me molestes!
-Perdone –el enterrador midió sus palabras. Sabía como comportarse en esos casos-. Solo quería hacerle una pregunta –la ira de su interlocutor se hacía cada vez más patente-. ¿Cómo es que no se marchitan las flores en su tumba?
-¿Si te lo digo me dejarás solo? –Sebastián asintió-. Quiero abandonar el mundo de los vivos en soledad. Nunca he tenido a nadie a mi lado. Y ahora que casi no existo prefiero seguir de esa manera.
Hizo una cabriola extraña atravesando de nuevo el granito, esta vez hacia dentro del nicho.
-¡Espera! ¡Dime lo de las flores!
-¡Las he mantenido vivas para que no te acercaras! –la voz sonaba lejana y apagada-. Pero veo que ha resultado ser lo contrario. ¡No vuelvas a traerme nada!
Sebastián se marchó y nunca más volvió a acercarse a aquella tumba. Si el espíritu deseaba extinguir su vida en soledad era su decisión. Ni siquiera él mismo tenía derecho a quebrantarla.
Este cuento está dedicado a Rakel por haberme dejado inspirarme (o robarle) en su personaje.
Gracias!
9 comentarios
Comentarios
9 comentarios
jajajaja gracias por la dedicatoria, pero la verdad es que yo tambien he tomado prestado uno de tus personajes…como habrás advertido…
muy chulo tu enterrador, siempre resultas muy original!
bjs!!
Pues la verdad es que no me he dado cuenta. De todas maneras puedes coger lo que quieras.
Gracias por los piropos!
Ya me contarás que tal te van los estudios…
Muy interesante la historia, parece mentira lo que cuentas en unos pocos párrafos…
Gracias, Lucía. Ésa es la filosfía de los infimocuentos: contar mucho en poco espacio. Si para ti lo he conseguido me siento orgulloso.
Un saludo!!
Suele pasar que a veces haciendo alguna cosa con ánimo de ayudar o de agradar a alguien, lo único que conseguimos es molestar…
¡BRUTAL!, ¡qué bueno chico!
Me encanta esta sección.
Tienes razón, Rosa. Lo mejor que podemos hacer es preguntar. E, incluso, puede que así molestemos. ¿Ignorarlo? Difícil elección.
Peit, acabas de darme razones para priorizar esta sección. Y para seguir escribiendo. ¡Muchísimas gracias!
Aposai
Es una historia muy bonita, pero me da mucha lástima el espíritu, ha tenido que pasarlo muy mal, le han tenido que hacer mucho daño para preferir estar solo….
Bonita historia y te deseo suerte para el concurso.
Saludos.
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