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La ciudad de papel (parte 2).

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-¿Y si damos una vuelta por fuera? –sugirió Pepe. El rostro de Terracota adoptó un gesto de temor-. No te asustes. Solo me gustaría ver lo que hay alrededor.
-Pero… Está totalmente prohibido. Es la primera norma.
-¿Nunca has tenido ganas de incumplirlas?
-Bueno –Terracota dudó-… Alguna vez. Pero está prohibido y no debemos hacerlo. Ven –empujó suavemente a Pepe mientras le guiaba-. Te enseño mi casa.
Avanzaron un par de pasos y, cuando parecía que había olvidado la idea de abandonar la ciudad, Pepe dio un pequeño estirón y salió corriendo en dirección a la frontera, cruzándola de un salto. Poco después un extraño objeto le llamó la atención haciendo que detuviera su carrera.
-¡No te vayas! –gritó Terracota desde la distancia-. ¡Tienes que volver a la ciudad!
-¡Mira lo que he encontrado! –gritó Pepe señalando el objeto. Era alargado y transparente con un capuchón azul en una de sus puntas. Un tubo algo más corto, y también azul, ocupaba su interior-. ¡Ven a verlo!
Terracota dudó pero finalmente se aventuró a salir de la ciudad en pos de su amigo. Sus pasos eran lentos y trémulos mientras miraba constantemente alrededor. Tras un par de minutos, que a ella se le antojaron horas, llegó hasta su altura.
-No pasa nada –le susurró Pepe al oído mientras abrazaba a Terracota tratando de espantar su miedo. La sensación del abrazo era tan agradable para ambos que permanecieron en esa postura durante varios minutos-. ¿Has visto esta cosa?
-¿Qué será? –preguntó Terracota fijando la mirada en el objeto-. Parece una especie de banco –ambos se sentaron pero acabaron levantándose debido a su incomodidad-. No creo que sirva para sentarse.
-Seguramente no. Continuemos investigando.
Abandonaron el objeto y caminaron de la mano en dirección contraria a la ciudad de papel. Ninguno de los dos era consciente del tiempo que pasaba aunque a ellos les pareció que éste transcurría tan despacio que casi se detenía. Las manos pronto les parecieron insuficientes y Pepe rodeó a Terracota con el brazo mientras la apretaba suavemente contra su cuerpo de papel. Ella no se quejó y aún se estrechó más dificultando los pasos. El andar de ambos se tornó torpe pero, pese a todo, solo se separaron cuando se toparon con otro objeto, aún más extraño que el anterior. Era una caja alargada, de cartón, y con unas bandas abrasivas en dos de sus costados. Toda la superficie, excepto las bandas, estaba decorada con vivos colores, predominando el rojo y el amarillo, y surcada por gruesas letras de imprenta que les resultaron ininteligibles. Una especie de bandeja blanca, también de cartón, aparecía deslizada mostrando en su interior multitud de pequeños palos con una bola rosa en uno de sus extremos.
-¿Y esto? –preguntó Pepe extrañado. Se soltó de los brazos de Terracota y, aupándose a la bandeja, extrajo uno de los palos-. ¿Para que servirán estas cosas?
-Seguro que para nada bueno –contestó ella preocupada-. Déjalo en su sitio, por favor.
-Espera. Tengo que averiguar para que funciona –rodeó la caja en busca de alguna explicación para aquel misterio pero no tuvo éxito. Pasó la mano por una de las bandas abrasivas notando como ésta le arrancaba unas virutas de papel de la extremidad. La apartó al instante-. Esto raspa…
-¿Por qué no lo dejas ya? –suplicó Terracota mientras le cogía con delicadeza la extremidad para darle un beso. Pepe se quedó de piedra ante aquel repentino gesto de cariño-. ¿Qué pasa? Cuando alguien se hace daño se le da un beso en la herida.
El impulso fue demasiado fuerte como para aguantarlo y Pepe, estrechándose contra el cuerpo de papel de su amiga, pegó sus labios dibujados a los de la chica manteniéndose en esa postura. Como una fotografía que ha captado el instante perdurando así para la eternidad. Aunque no aguantaron tanto tiempo. Minutos después separaron los labios con delicadeza tratando de no desdibujar la línea de rotulador.
-¿Por qué me siento tan raro? –susurró Pepe-. Estoy temblando pero no entiendo por qué, tengo una extraña sensación aquí –con la mano que no asía el palo se palpó el pecho de papel-… Es como si el resto de las cosas no existiera y solo me importases tú.
-¿Te sientes tan alegre que se te hace imposible volver a sentirte igual si no estamos los dos juntos? –Pepe asintió sin atreverse a mirarla a los ojos-. No te preocupes. Estás enamorado.
-¿Enamorado? ¿Y eso que es?
-Es el sentimiento más agradable que se puede sentir hacia otra persona.
-¿Y a ti…? ¿Te pasa lo mismo?
Ahora era Terracota la que bajaba la mirada. Pepe la miraba deseando que el sentimiento fuese recíproco.
-Sí… También estoy enamorada –ambos volvieron a besarse. De tener lágrimas hubieran llorado de felicidad hasta agotarlas-. Cuando el creador te daba los últimos retoques ya me sentía extraña. Era incapaz de dejar de mirarte –hizo una nueva pausa durante la cual volvieron a unir sus líneas labiales-. ¿Por qué no dejas este palo y volvemos a la ciudad? Puedes quedarte en mi casa. Tengo sitio de sobra.
-Antes tengo que averiguar para que sirve –dijo Pepe con obstinación. Acto seguido se separó de Terracota reanudando la investigación. Volvió a pasar la mano por una de las bandas abrasivas, aunque con más delicadeza-. ¿Y si paso por aquí el palo?
-¿Tú crees que se hace así? ¿Y para que servirá?
-No lo sé, pero lo averiguaré –raspó el extremo que no tenía la bola sin que sucediese nada. Volvió a intentarlo con más ímpetu obteniendo el mismo resultado-. Por este lado no funciona. A ver por el otro –volteó el palo y, asiéndolo con firmeza, deslizó la parte rosa por la banda abrasiva. El fogonazo le deslumbró haciéndole soltar el palo. El grito de terror de Terracota devolvió a Pepe su perdida visibilidad-. ¿Qué ha pasado?
Pudo averiguarlo él mismo. Pepe miró hacia sus pies contemplando con horror como las llamas devoraban sus falsos zapatos y amenazaban con seguir cuerpo arriba si nadie les ofrecía resistencia. Y Terracota trató de hacerlo. Corrió hacia su enamorado y, dándole manotazos de papel, logró extinguir el brote de fuego sin prestarle atención a sus propias manos. Por fortuna no ardieron. Pero no ocurrió lo mismo con el palo que, a punto de consumirse completamente, alcanzó con su llama a la caja de cartón contagiándole una lengua de fuego que no tardó en extenderse sobre su nuevo huésped. Las dos figuras de papel permanecían ajenas a la catástrofe que se cernía a escasos centímetros de ellos. Cuando se percataron de ella era demasiado tarde.
-¡Corre! –gritó Pepe mientras arrastraba a Terracota de la mano. Sus pies calcinados se deshacían en cenizas-. ¡Busquemos un lugar en el que estemos a salvo!

-Algo se está quemando –comenté cuando entramos con el coche por nuestra calle. Mi novia también vio la humareda pero no contestó-. Y parece que está cerca de nuestra casa. ¿Les habrá pasado algo a los vecinos? –conforme nos acercamos ambos comprobamos que era cierto lo que temíamos-. ¡Mierda!
Una densa columna de humo blanco ascendía verticalmente desde nuestra casa unifamiliar sin que se advirtieran señales de fuego. Éste parecía extinguido pero sus efectos se notaban por toda la construcción. Los ladrillos estaban ennegrecidos alrededor de las ventanas, carentes de cristales, evidenciando el lugar por donde habían tratado de escapar las llamas. Las persianas estaban derretidas como la cera de una vela a medio consumir goteando estáticas como estalactitas de plástico desde el borde de la repisa. Ni siquiera el jardín era el mismo que habíamos dejado horas antes. Montones de muebles a medio quemar nadaban entre charcos de agua y cenizas como si fueran los restos de un bombardeo enemigo. Y eso era lo que parecían: restos. Lo que antaño era mi hogar había quedado reducido a un trozo de tierra y cuatro paredes de ladrillo ennegrecido.
-¿Es ésta su casa? –preguntó uno de los bomberos avanzando hacia nosotros. Yo asentí sin poder abrir la boca-. Alguien nos llamó hace dos horas. Pudimos contener el fuego antes de que sufriera daños importantes la estructura del edificio.
-¿Saben por qué ocurrió? –preguntó mi novia sin poder contener las lágrimas-.
-Todavía no lo sabemos aunque pensamos que el fuego se inició en una de las habitaciones del segundo piso –un escalofrío de temor recorrió mi cuerpo. “¡La ciudad de papel!”, pensé-. Desde allí debió de extenderse al resto del edificio.
-¡Jefe! –gritó otro de los bomberos mientras salía corriendo de nuestra casa. En una de sus manos llevaba algo parecido a una caja-. Hemos encontrado esto en la habitación donde se originó el fuego. Seguramente es la causa del incendio.
-¿Saben que es esto? –preguntó el jefe de bomberos cogiendo el objeto de las manos de su compañero-. ¿Tenían algo encendido cerca de esta caja? ¿Alguna vela?
Cogí lo que el bombero llamaba caja y lo contemplé con tristeza. “Esta casa es lo único que queda”, pensé mientras la volteaba tratando de averiguar a quién pertenecía. “Aquí dentro hay algo”. Despegué el pequeño tejado y lo que vi bajo la lámina de papel me estrujó el estómago hasta dejarlo en el tamaño de una nuez. Las dos figuras de papel humanas estaban casi consumidas a excepción del torso y uno de los brazos, cuyos bordes presentaban una dolorosa costra de carbón. Y había algo muy extraño en la postura que mantenían. Estaban firmemente cogidos, como si uno de ellos hubiera agarrado su imagen del espejo. “Consumidos en un abrazo eterno”, pensé llorando.


Comentarios

6 comentarios

unjubilado

Me ha gustado mucho y me ha mantenido en vilo hasta el final.
Saludos

Lucía

No me gusta la moraleja la verdad, jeje. Las normas impuestas están para saltárselas y estos pobres acaban muy mal al hacerlo.

Pero la narración en sí me gusta mucho.

Por cierto, cuando Pepe dice que tiene que saber para qué funcionan las cerillas … no querrá decir cómo funcionan??

Iván

Me alegro, Jubi. Eso es lo que intentaba. El final no me acaba de convencer. Quizá algo cortante. Aunque lo reescribiré cuando pueda.
El riesgo de saltarse las normas existe, Lucía. Algunas son más racionales que otras y pueden esconder peligros que desconocemos. Es una situación llevada al extremo pero podría ocurrir.
Me resguardo tras el personaje. Por fortuna tengo coartada. Podría ser más acertada pero en el fondo es un objeto del que tampoco conoce utilidad. Ni forma de hacerlo funcionar, claro.

Ilión

Jo… 🙁 A mí tampoco me ha gustado la moraleja, la verdad, jeje.

Besos

Loto

sniff-sniff…

Iván

Vaya. No siempre las moralejas son agradables. Creo que las más duras son las que te hacen reflexionar.


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