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Relatos – Pura apariencia.

Lo reconozco: soy pobre. No el típico pobre que todos tenemos en la cabeza cuando escuchamos esa palabra pero, teniendo en cuenta los fondos de los que dispongo, pobre al fin y al cabo. ¿Cómo me vi en esta situación? Podría encontrar el momento en el que arranca pero la progresión fue tan rápida que me sería imposible determinar cuando crucé realmente la línea de la pobreza.
Parado, recién separado, una hipoteca subiendo como la espuma… Todo sucedió en un abrir y cerrar de ojos. Como un conjunto de pesadillas que se ayudan unas a otras para causar los mayores estragos. Y, para colmo, también estaba mi vecino.
-¿Qué tal? -era su saludo de cada mañana-.
-Perfectamente -mentía yo recomponiendo las facciones tras mi llantera matutina-. Ahora mismo me estaba preparando para ir a trabajar.
-Yo me voy ya. No puedo dejar a mi secretaria mucho tiempo sola, que si no se me enfada.
Y diciendo su ocurrencia diaria se marchaba acelerando su coche último modelo para que todos los vecinos nos enterásemos de su fantástico nivel de vida. «No como el mío», pensaba desconsolado luchando de nuevo con las lágrimas. «Si el resto del vecindario se enterase de que no tengo ni para comer sería la vergüenza de la urbanización. Tengo que seguir aparentando mi solvencia y cada vez me queda menos ropa decente que ponerme». Y pronto no me quedó nada. Apenas dan unos céntimos por las prendas usadas pero poco dinero es mucho cuando el estómago te duele de tantos días seguidos sin echarle nada de comida. Y cuando se disipa la neblina que producen las escasas monedas la dignidad acaba también por esfumarse haciendo que revises cada papelera en busca de los restos de algún bocadillo desamparado. Y de ahí a los comedores sociales sólo había dos pasos, los cuales los dí una mañana fría de diciembre. Cinco vueltas a la manzana asegurándome de que no me vería entrar nadie conocido, la vergüenza tragada haciendo que mi estómago aún se sintiese más incómodo, caras desesperadas a la puerta del recinto… Todavía recuerdo ese primer día como si fuera la mañana de ayer.
-¿Es su primera vez? -me pregunta un voluntario del comedor enarbolando una sonrisa acogedora-.
-Así es -respondo escuetamente. Mi interlocutor asiente-.
-Coja una bandeja, recoja la comida y siéntese donde encuentre un hueco.
Y así lo hice. Agarré toda la comida que se me permitía y, acallando mentalmente los rugidos de mi estómago, elegí una mesa, ocupada solamente por un hombre que me daba la espalda. Mi sorpresa fue mayúscula al sentarme a su lado.
-¡Vecino! -exclamé asustado. Vestía su traje azul oscuro cosa que, extrañamente, tampoco desentonaba con el resto del atuendo de los comensales-.
-¿Qué haces aquí? -preguntó tiñéndose del mismo color que los tomates de la ensalada-.
-Creo que lo mismo que tú.
La velada transcurrió entre confesiones mutuas. Ni seguía trabajando, ni disponía de más trajes ni movía el coche más que para aparcarlo unas manzanas más lejos de nuestras casas. Todo pura apariencia, igual que mi fachada. Y los dos apenas teníamos nada con lo que apuntalarla. Pero ambos nos resistíamos a pedir más ayuda que la que nos proporcionaba aquel comedor social. «¿Que pensarían nuestros vecinos?». Seguramente lo mismo que nosotros cuando nos encontramos en aquella mesa: «las apariencias engañan». Lástima que la pobreza sea demasiado real.


Comentarios

3 comentarios

Lucía

Es que nos han inculcado desde siempre que es una vergüenza pedir ayuda y reconocer que no somos los mejores …

lupe

Muy bueno.Hay personas que solo viven de fachada, para ocultar sus miserias y sentir por un momento la envidia de los demás.
Un beso

Capitana

Y es que para muchos es más importante la apariencia que la realidad, no hay que vivir de sueños, te destrozan, al final no distingues cuándo sueñas de cuándo estás despierto y aunque parezca que no, se echa de menos un poco de realidad.


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