Ah del castillo – Relato.
-¡Ah del castillo!
-Señor, afuera vocifera un caballero.
El Conde, alzando los párpados en un intento de vencer al sopor de media tarde, observó como su lacayo, de puntillas mientras sacaba la cabeza por entre las almenas, le llamaba instando a que se acercase.
-Señor -repitió éste azaroso-. El caballero insiste.
-¡Señor Conde! ¡Solicito audiencia!
La calma se había roto y ya poco podía hacerse para recuperarla así que, abatido por la insistencia del caballero, el Conde decidió prestarle la atención que demandaba. Quién sabía. Con un poco de suerte volvería sobre sus pasos dejándole continuar con la siesta.
-¿¡Qué deseáis!? -gritó desde lo alto del muro, tras haber abandonado la estancia superior, especial para las siestas-. ¡Estoy muy ocupado!
-¡Siento interrumpir sus quehaceres! -el caballero gritaba dejándose la garganta-. ¡Pero estoy convencido de que merezco su atención!
-¿¡Mi atención!? -repitió el Conde-. ¿¡Por qué estáis tan seguro de ello!?
-No se fíe de lo que le diga -comentó el lacayo-. Cualquier enemigo haría lo que fuese por hacerse con el castillo.
La situación era propia de una historia de juglares, de aquellas tan intrigantes que con sólo iniciarlas ya despiertas la atención entre los espectadores. Y mucho más que eso era lo que pretendía el caballero.
-¡Vengo a prestaros mis servicios! ¡Los necesitaréis en breve!
-¿¡Sus servicios!? -repitió el conde añadiendo sarcasmo-. ¡Mi castillo es suficiente armadura, no necesito la palabrería de ningún caballero!
El lacayo permanecía atento a la escena deseando interrumpirla pero algo en su cordura, sumado al deber de pleitesía, se lo impidió. Con la cabeza sobresaliente de la almena contemplaba al recién llegado analizándole todo lo bien que permitía la distancia.
-¡Hágame caso o lo lamentará!
-¿¡Es una amenaza!? -rió el Conde-. ¿¡Osáis acudir a mí blandiendo una amenaza!?
-¡Sólo es una advertencia, deseo ayudaros! ¡No encontraréis a ningún otro que vele por vuestra seguridad!
-¿¡Y para qué desearía tal cosa!? ¡Mi castillo es infranqueable!
La conversación se convertía en una lucha de egos sin que ninguno de los dos cediera a los envites del contrario hasta que el caballero, harto de lanzar presagios que no llegaban a buen puerto, y medio afónico, dio por agotada su oferta.
-¡Tenga cuidado con el mago! ¡Se le ha visto por tierras cercanas!
-¿¡Porqué iba a tener miedo de un mago!?
Pero el caballero no contestó. Se ajustó el casco de la armadura, espoleó su corcel obligándole a girar sobre sí mismo para dar media vuelta y cabalgó hacia el horizonte siguiendo el único camino que se dirigía al castillo, aunque en sentido contrario.
-Habrase visto semejante caradura –masticó el Conde abandonando su posición entre las almenas-. Amenazarme a mí.
-Quizá no debierais tomaros la advertencia tan en vano –comentó el lacayo con cautela-. Ya sabéis lo frágil que puede resultar el castillo.
-¿Frágil? No me hagáis reír, mi castillo es indestructible.
-No olvidéis el material del que está hecho.
-¡He dicho que es indestructible!
Y recorrió el adarve de vuelta a su estancia, tratando de recuperar también su siesta perdida. ¿De qué debía preocuparse? ¿De un mago? Él era un Conde, dueño de un castillo, heredero de las tierras que se divisaban hasta justo diez pasos antes del horizonte… Y no necesitaba la ayuda de ningún caballero para sentirse más seguro. Era cierto que los muros tenían su punto débil, ¿pero eso acaso importaba? Claro que no.
-¡Ah del castillo!
-Mi señor, tenéis visita.
-¿Otra vez el caballero?
-Me temo que no.
Abajo se erguía una figura diminuta, como una pequeña mancha azul, cubierta por una especie de túnica de idéntico color, rematada por lo que parecía un gorro puntiagudo que, para no destacar, también era azul. Gritaba tan alto como un dragón enfurecido, en claro contraste con su peculiar tamaño.
-¿¡Cómo osáis perturbarme!? –gritó furioso el Conde-. ¡Largaos de aquí si no queréis que os arroje aceite!
-¡Más os vale no hacer tan cosa!
-Hoy tenemos el día –dijo el Conde dirigiéndose a su lacayo-. Antes un caballero y ahora un juglar, ambos impertinentes. ¿Es que ya no infundo respeto?
-Mi señor, creo que se trata del mago.
-¿Mago?
-Sí, del que previno el caballero.
-¿¡Vos sois el mago que está atemorizando nuestras tierras!? –gritó el Conde asomándose de nuevo al vacío, intercambiando furia por burla-.
-¡Así es!
-¡No me hagáis reír! ¡Una mula infunde más respeto que vos!
-Mi señor, creo que no deberíais enfurecerle.
-No pienso agachar la cabeza ante ninguna amenaza –y continuó dirigiéndose al mago-. ¡Largaos de mis tierras antes de que pierda la paciencia!
-Mi señor, recordad la peculiar construcción de nuestros muros.
Lacayo y Conde contrastaban en personalidades como se contraponen la luna y el sol, la noche y el día. Uno paciente, el otro inquieto. Calculador contra impulsivo. Una pareja en la que quien toma decisiones es precisamente el que no controla los límites y se deja llevar por su carácter en vez de aplicar el parche que le tiende la mano inferior. Y es por eso que el destino siempre acaba en las manos del que sabe realizar el último truco.
-¡Vos lo habéis querido! ¡Pensaba negociar con vos pero no merecéis ninguna oportunidad!
-¡Marchaos o me veré obligado a tomar represalias!
-¿¡Represalias!? –chilló el mago enturbiado por una carcajada-. ¡Ahora veréis!
La figura del mago ejecutó unos extraños aspavientos imposibles de percibir desde las alturas mientras entonaba en voz alta unas palabras iguales de ininteligibles. Continuó con su actuación durante el mismo tiempo que tarda un leño en consumirse sin que sus dos espectadores apreciaran una pérdida apreciable de empeño en la ejecución hasta que, levantando los brazos en dirección al cielo, pronunció la sentencia final.
-¡ALA-KA-DUM!
El suelo se tambaleó bajo los pies de ambos habitantes del castillo haciendo que estos buscaran refugio en los brazos del contrario, sin importarles la jerarquía o los protocolos que les separaban. Aunque pronto el abrazo no fue suficiente para amilanar al miedo ya que, tras un segundo temblor, sintieron como el suelo desaparecía bajo sus pies junto con el resto del castillo, que se desplomó al suelo arrastrándoles, con el sonido del aire que desplazaron en la caída como acompañamiento. Todo se desvaneció: las almenas, el adarve, la estancia especial para las siestas, las murallas que antaño se jactaban de infranqueables, dejando con el derrumbe un paisaje desolador y curioso a partes iguales, jalonado por montones de naipes que yacían inertes como los damnificados de una guerra por armas pesadas. Lacayo y Conde se levantaron de uno de esos montones, afortunados al haberles amortiguado la caída, y miraron en torno suyo contemplando con desolación como aquello por lo que habían luchado ellos y sus descendientes reposaba sin forma sobre el lugar en el que antes se erigían con orgullo.
-¡Ja, ja, ja! –reía el mago contemplando el fruto de su malicia-.
-Ya os dije que tuvierais cuidado con el mago –comentó el lacayo indignado por su falta de atención-. Los muros eran delicados…
-¿¡Porqué lo habéis hecho!? –chilló el Conde cegado por la ira. Se irguió como un caballo al que se le espuela y avanzó hacia el mago sin medir sus actos-. ¡Era mi castillo!
-Vos lo habéis dicho, era –rió de nuevo observando divertido como el contrario se acercaba envuelto en rabia-. Deberíais ser más hospitalario.
El mago alzó los brazos moviendo los dedos como si ejecutara un concierto de clavecín y al instante se produjo un murmullo que paralizó a quienes presenciaban la escena, excepto a él mismo, subiendo de tono conforme los dedos aceleraban también el ritmo, convirtiéndose en un golpeteo en el instante en el que los naipes decidieron cobrar vida levantándose del suelo para erguirse sobre sus cantos, como si estos fueran unas patas invisibles, avanzando hacia el Conde en forma de ejército fantasma, amedrentándolo hasta postrarlo contra el suelo suplicando clemencia.
-No me hagáis daño –lloró-.
-No pienso hacéroslo –sonrió el mago sin detener sus movimientos-. Sólo tenéis que aceptarme a vuestro cargo.
-¿Mi cargo? –repitió el Conde desangelado-. ¿Qué cargo puedo ejercer si ya no dispongo de castillo?
-Eso tiene fácil solución. Lo que se destruye se reconstruye de igual manera –el mago detuvo el movimiento de dedos descansando los brazos, al tiempo que los naipes se precipitaban al suelo de idéntica manera-. ¿Qué decís? ¿Aceptáis mis servicios?
-¿Y qué necesitaría yo de vos?
-Veréis. Hay un caballero que está atemorizando estas tierras…
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