Al revés van ellos – Relato.
Los días son tan habituales que nadie se percata de que pasan hasta que algo les invita a retroceder en el tiempo, y para Juan aquella mañana era tan corriente como las demás. Café hirviendo a modo de desayuno, el mismo trayecto hasta la boca de metro, descenso a la estación siguiendo a la masa autómata de viajeros, todo rutinario. Excepto aquel marco anclado a la pared del andén. “Ayer no estaba”, se dijo avanzando hasta su altura. El marco contenía una imagen borrosa, quizá por culpa de la falta de sueño, que se perfiló hasta convertirse en una foto en blanco y negro con un rótulo sobreimpreso en la parte superior. “Revive tus mejores momentos”, leyó Juan. Observó detenidamente la fotografía, un metro antiguo detenido en la estación de Plaça Catalunya, rememorando ese mismo metro, tal y como lo recordaba de cuando era niño. “Mis mejores momentos… ¿Podría rescatar alguno?”. Las imágenes y sonidos se fueron sucediendo como los fotogramas de una película creando una historia cercana, propia, que se proyectó en el interior del marco, actuando como pantalla. Era el espectador de su propia vida.
-¿Sabes que en Madrid el metro circula por el otro lado?
Mi padre siempre me asombraba con estas cosas. Le gustaba cambiarme el orden de lo que yo consideraba inamovible.
-Entonces –dudar era propio de mí-… ¿En Barcelona vamos al revés?
-No. En casi todo el mundo circulan por la derecha, así que al revés van ellos.
Al revés van ellos… Un lema que yo adopté como mantra aplicándolo a cada uno de mis actos. ¿Para qué preocuparme si puedo esquivar la culpa?
-¿Con qué te has manchado los pantalones?
¿Y qué importaba? No recuerdo haber disfrutado tanto como aquella tarde. Diez años recién cumplidos, los amigos que consideraba hermanos, un “¿a qué no te atreves a meterte en el barro?”.
-Si no sientas la cabeza jamás te harás un hombre.
La adolescencia es una edad abonada a las reprimendas y aquella fue la última que disfrutamos juntos, con sólo veinte años. Mi padre no soportaba mis borracheras, que hubiese dejado los estudios, tampoco que me fuera de casa dejándole con la palabra en la boca y las lágrimas en la garganta. Pero dejé de tener veinte, de beber alcohol y senté la cabeza, tal como le prometí antes de que colocaran la losa. Hasta hoy. Habrá quienes piensen que odio esta vida sin emociones, pero no. Al revés van ellos.
El metro hizo aparición trayendo a Juan de su pasado, abriendo las puertas a los numerosos viajeros que, como él, esperaban al convoy desperezándose de su último sueño. Juan se adentró en el vagón sin preocuparse de los empujones, dejándose llevar por la gente como se dejaba arrastrar por su propia vida. Insulsa, rutinaria, pero suya al fin y al cabo.
La rutina tampoco era desconocida para Marta. Descendió las escaleras como cada mañana sin apartar la vista del suelo, contando mentalmente los escalones a pesar de que sabía que eran veinticuatro, avanzó a largas zancadas sorteando a los viajeros recién salidos del metro huido, pura costumbre. Pero algo llamó su atención, un objeto que el día de ayer no estaba allí. Sí, seguro. Aquel espejo era totalmente nuevo. La imagen que le devolvió al mirarse, también.
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