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Me pido la pechuga – Monólogo.

A veces me pregunto por qué me pregunto tantas cosas. ¿Acaso no es más cómodo vivir sin calentarse la cabeza? Los animales sobreviven con la única preocupación de alimentarse o servir de alimento a otros animales. Bueno. Si el animal es macho también tiene que preocuparse de la reproducción, algo en lo que tampoco nos diferimos mucho las personas (machos también, por supuesto). ¿Qué pasaría si nosotros también tuviéramos que preocuparnos de que no nos comieran? Me imagino a más de uno esbozando una sonrisa pero los tiros, como le dirían a un ciego, no van por ahí.
El stress es fruto de la inadaptación del ser humano a su nueva situación como amo de la pirámide alimentaria y todos estaríamos descolocados si sintiéramos esa ansiedad ante la salivación de una leona (las que se encuentran en la discoteca a partir de las cuatro de la mañana no valen). Entonces, ¿para qué sirve realmente? La respuesta es sencilla: para que puedan vivir de nosotros los psicólogos y los escritores de libros de autoayuda. Seamos realistas: ni el stress es fácilmente curable ni tampoco los libros son capaces de ayudarnos a controlarlo. Ya se sabe la razón de denominarles de autoayuda: ayudan económicamente a quienes los escriben.
Dejando de lado el mundo editorial me gustaría incidir de nuevo en el tema de la alimentación. Y es que resulta curioso el hecho de que, por norma general, el ser humano no forme parte de la dieta habitual de los animales carnívoros. Si todos fuéramos igual de atractivos que Carmen de Mairena resultaría lógico que nadie quisiera comernos, pero también hay especímenes que servirían de acompañamiento al mejor de los antílopes (quien no se imagina a Elsa Pataki tumbada sobre una fuente de estofado). Hay ataques casuales por parte de fieras en el que el ser humano fue algo más que el aperitivo, pero casi siempre como resultado de una casualidad o un atracón de mala suerte (como la que ha tenido la fiera al comerse a una persona: firma su sentencia de muerte). Buceadores atacados por el tiburón blanco, exploradores víctimas de un encontronazo con una pantera, niñas vestidas de rojo amenazadas por el lobo del bosque… Situaciones anecdóticas que no han hecho más que poner en peligro a los animales que caían en el desliz de atacar por error a quien no debían. Está claro que a nadie le apetece que le coman un brazo pero, a pesar de tener otra mano para poder hurgarse en la nariz (o lo que sea), todos tememos que alguna fiera nos dé caza en algún paraje salvaje. Un temor similar al stress: puro desconocimiento de nuestro entorno.
¿A qué sabe la carne humana? «A pollo», diría alguno. «¿No es una pregunta desagradable?», Comentaría otro. Y yo respondería que cualquier pregunta merece una respuesta, por más que a quien lo escuche le parezca lo contrario. Así que, ¿qué sabor tendrá el ser humano? El mío es desagradable, seguro. Con probar la cera de los oídos ya he tenido suficiente. Pero seguro que hay personas dulces, que merece la pena hasta rebañarles el hueso (cada cual que elija el que le parezca). Volviendo al ejemplo de antes, no creo que tenga el mismo gusto Carmen de Mairena que Elsa Pataki. A una me la imagino incitando al régimen y a la otra… En una gran olla hirviendo (olla, hirviendo… Este monólogo se me va de las manos). Está bien, esto es un pensamiento cachondo más propio de un machista que de alguien empeñado en averiguar respuestas, pero lo cierto es que la comida nos entra por los ojos, y eso la naturaleza lo sabe. A primera vista, nadie se atrevería a comerse una serpiente, pero no pasa lo mismo con un cerdo. Quizá a muchos no se nos hubiera ocurrido darle un mordisco (más que nada porque no se deja), pero nuestros antepasados sí se arriesgaron, y eso que todavía no estaban inventadas los callos ni el chorizo. Eso ha evolucionado hasta nuestros días, pero no la costumbre de nuestros antepasados de comerse a sus semejantes, normalmente de tribus enemigas. ¿Alguien se imagina merendarse a la suegra por pura antipatía? Pues eso ya ocurría en el paleolítico, y eso que no existía el divorcio (ni los domingos «en casa de mis padres»). Lo llamaban “caza del mamut”.
Vale, demasiados chistes malos y ofensivos, pero son los que hacen más gracia. Hablar de canibalismo, o incluso de stress, hacen que uno tienda a esconder la risa, y eso no es lo más adecuado. Todos nos hemos comido alguna parte de nuestro cuerpo, y no sólo los que practican yoga, así que quizá merendarse a un semejante es como comerse una uña con cuchillo y tenedor. O una pielecilla rebelde del dedo gordo de tamaño gigante. Eso sí: si esto se convierte en realidad algún día sufriré un ataque de pánico si alguien me invita al supermercado.
Si los 80 siempre vuelven, ¿por qué no van a recuperarse las costumbres paleolíticas? ¡Me pido la pechuga!

 


Comentarios

2 comentarios

Isa

Me iba a cenar,pero sinceramente se me ha ido el apetito,chico la verdad que habrá que pensarselo muy bien eso de comer humanos,yo sigo prefiriendo el cerdo,jajaja

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