Niña de alquiler, relato
El mar acariciaba la arena con el suave murmullo de sus olas adentrándose en tierra firme, jugando con los pies que se atrevían a chapotear en el agua aún fría de finales de junio, deshaciendo como el castillo de naipes que se cae como un soplido a los mismos castillos construidos con la arena de la playa por los niños y los no tan niños, mientras el tiempo avanzaba despacio al ritmo de las propias olas, al ritmo del movimiento del sol que en ese justo momento caía casi en vertical. Pero la insolación no parecía preocupar a ninguno de los bañistas que pululaban por la arena o extendían sus blancos cuerpos al incipiente calor del verano, tampoco a los padres que dejaban que sus hijos corretearan alocados entre el agua y sus respectivas toallas. Ni siquiera preocupaba a Alex que, embobado como estaba observando a la niña cavar un agujero, sentía como sus preocupaciones se alejaban imitando a las nubes de encima suyo, escurriéndose en pos de un horizonte al que intentaban sin éxito dar caza.
–¿Te diviertes?
La pregunta de Alex hizo que la niña alzara la cabeza del agujero, tras haberla ocultado casi por completo dentro, y, esbozando una sonrisa amplia con restos de arena en las mejillas, le dio a entender que se lo estaba pasando, como mínimo, igual de bien que él.
–Recuerda que te queda una hora.
Alex miró el reloj y constató que, tal y como decía la madre de la niña, sentada junto a ellos en la única toalla que quedaba a la sombra, ya eran las tres de la tarde, aproximándose presuroso el momento fatídico de despedirse de la pequeña. Y de la madre, aunque eso no le importaba lo más mínimo.
–¿Quieres darte un baño, con la colchoneta?
–¡Claro! –la expresión jubilosa de la niña era sincera. Igual que sus actos, apenas tardó un segundo en brincar desde la arena abandonando a su suerte al agujero recién cavado, poniéndose a saltar alrededor de Alex mientras gritaba con voz aguda y sin un ápice de vergüenza– ¡Vamos con la colchoneta, vamos con la colchoneta!
Y ambos se adentraron de la mano en el agua, dando pequeños saltos para esquivar la lengua de las olas, salpicándose el uno al otro mientras Alex acarreaba con la mano libre la enorme colchoneta color rojo que se había traído para la ocasión, aquella colchoneta que tanto le gustaba a su hija y con la que ambos habían disfrutado de la playa desde que ella apenas tenía un año. «Como me gustaría que estuvieras aquí para disfrutarla», pensó Alex echando la colchoneta sobre el agua y manteniéndola lo más inmóvil posible para que a la niña le resultara sencillo cabalgarla. «No me acostumbro a estar sin ti, pero, al menos hoy, aplazaré hasta mañana tu recuerdo».
–¿Te ayudo a subir?
–¡Sí!
Alex levantó a la niña tratando al mismo tiempo de que las olas no arrastrasen a la colchoneta y, sujetándola con una mano mientras con la otra acomodaba encima a la pequeña, logró que esta acabara cabalgando las olas como una diosa Neptuno de apenas siete años que emerge del fondo para comprobar sus designios junto a la costa, sintiendo como la risa infantil se le clavaba en el alma como si le ensartase su tridente invisible, revolviendo el amasijo de sentimientos que le martirizaban hasta hilarlos en una seda de escasos filamentos con la que bordó su sonrisa más amplia tras el varapalo del juzgado y, también, la más sincera. Alex miró a la madre. Esta les observaba con tranquilidad desde la porción de playa donde habían clavado la sombrilla, echando continuas miradas al reloj como si le apremiara el tiempo y estuvieran esperándola en otro lugar más importante. «Ya casi debe de ser la hora». Alex se resistía a la idea de abandonar a la pequeña, sobre todo después de que ambos habían conseguido conectar a la perfección. «Casi como padre e hija…» Comprobó que la melancolía se había negado a marchar a pesar de haberle abierto completamente la salida de emergencia y, aprovechando que la guardia estaba a nivel de suelo, esa melancolía clavó su puñal de resentimiento en el corazón de Alex, un puñal que se hundió hasta el fondo sin encontrar ninguna resistencia. «¿Por qué no me dejan verte? Eres lo único que aún me queda…»
–¿Qué te pasa? –preguntó la niña asustada al ver el rostro lloroso de su nuevo amigo–.
–No es nada –Alex miró hacia el lado contrario intentando ocultar las lágrimas–. Creo que tendremos que salir ya del agua, tu madre nos espera.
Agarró la colchoneta por la proa y tiró de ella en dirección a la playa, arrastrando a la pequeña mientras esta se mantenía inmóvil aguantando el equilibrio, mecida por el vaivén de las olas que se deslizaban debajo suyo para ir a romper en la arena. Alex deseó poder deshacerse también en la costa, filtrándose como ese agua que se escurre de las manos por muy fuerte que se junten las palmas. Sí, su hija se le había escapado de idéntica manera, habiendo sido incapaz de juntar las cuencas de las manos para contenerla dentro de su mundo, ahora tan pequeño que se le antojaba insignificante.
–Yo también echo de menos a mi papá.
Alex miró el rostro de aquella niña, que no era su hija, y fue incapaz de percibir los rasgos alegres que lo cruzaban hacía sólo unos minutos. Tenía siete años, pero su mirada despedía muchos más.
–¿Tu padre no está con vosotros?
–No –la niña acompañó la palabra con un movimiento de cabeza–. Mi mamá dice que mi papá no volverá, que se fue y nos dejó a las dos solas.
Alex dio un último estirón varando la colchoneta en la arena, junto con su pasajera, mientras esta continuaba inmóvil encima con las piernas cruzadas y las manos asidas a los bordes de goma, manteniéndose erguida como el mascarón de proa de un navío a punto de hundirse. Alex se agachó a su altura hasta que ambos rostros quedaron a nivel y, guiado por el cariño y la ternura que sentía hacia aquella pequeña, y por el sentimiento invisible de considerarla como a una improvisada hija, le plantó un beso sincero en la mejilla izquierda, de esos que sólo se regalan a las personas que más quieres y, también, a las que más lo necesitan.
–Seguro que tu papá te echa tanto de menos como tú a él.
–No es verdad…
–Claro que sí, cuando menos te lo esperes volverá, dándote un abrazo tan grande como todo el tiempo que habéis estado separados.
Y se abrazaron. Como padre e hija. Como dos náufragos que se encuentran en una isla que creían desierta. Se abrazaron durante minutos que se hicieron horas aunque, en realidad, no hubieran transcurrido más que unos cuantos segundos, hasta que la madre de la niña les interrumpió acercándose hasta donde ambos se encontraban. Por la espalda, en silencio, como la tristeza que nunca se espera.
–Ya es la hora.
No le hizo falta comprobar su reloj. Alex se fio de la palabra de aquella mujer deshaciéndose del abrazo como ese nudo que cuesta desatar de una zapatilla, irguiéndose mientras soltaba el contacto con la pequeña.
–La semana que viene podemos repetir, tenemos el sábado libre.
«Y yo muy poco dinero», pensó Alex aguantándose el nudo del estómago. «Ojalá la felicidad no fuese cuestión de un puñado de billetes.
–Lucía, dile adiós, que nos vamos.
La niña alzó la cabeza mostrando una mirada angustiada, deseosa de encontrar un hilo al que agarrarse para salir del pozo, y susurró un casi inaudible hasta luego, esperando que así fuese, tal y como marcaba la frase hecha. Alex correspondió con otro cariñoso beso en la mejilla, deseando que también se cumpliera el hasta luego, y acompañó a madre e hija hasta el lugar en el que reposaban las toallas, junto con el resto de las cosas. Rebuscó entre su mochila localizando la cartera, la abrió y retiró los fondos que había preparado previamente, 30 euros en dos billetes. Se los tendió a la madre, tratando de que la niña no alcanzara a ver la transacción entre ambos adultos, y la receptora los recogió sin mostrar ningún tipo de pudor, al contrario de quien entregaba los billetes, guardándolos en el interior de su bolso de playa como un pañuelo al que aún le quedan zonas sin sonar, sin preocuparse de su valor ni de la dudosa forma con la que los había ganado.
–Si quieres volver a vernos sólo tienes que llamarme para concretar una cita –dijo la madre alargando la mano. Alex se la estrechó sin ejercer fuerza, apenas tenía las justas para mantenerse en pie–. Ha sido un placer, no hay clientes que se comporten igual que tú.
La curiosidad pudo más que el abatimiento.
–¿Por qué?
–La mayor parte de los padres se echa a llorar cuando Lucía y yo completamos el trabajo, suele ser muy incómodo.
«El trabajo»… Aquellas dos palabras resonaron como un eco que rebota en el vacío sin encontrar más obstáculos que las paredes que lo encierran, aminorando su intensidad hasta que se diluyó en el propio silencio de una mente que apenas podía hacer otra cosa que abandonarse a la realidad que le imponía el estar sola. Y allí estaba Alex, solo, erguido en mitad de la playa, con los pies anclados a la arena, mientras observaba como la madre se alejaba en dirección al aparcamiento llevando de la mano a su hija. Por un instante, esta se giró buscando el refugio de su mirada. Y lo encontró, aunque ninguno de los dos podía ser realmente el refugio de nadie, apenas podían mantener a salvo sus lastradas vidas. A partir de ahí, vivirían los días siguientes con la esperanza de volverse a ver o, por lo menos, regresar a los brazos familiares de los que habían sido arrancados, dejándoles con un recuerdo difuso en el tiempo. Y con una vida en alquiler que nadie estaba dispuesto a darles en propiedad.
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Que lindo relato…felicidaes por el blogg.
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