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Serendipia, la ciencia detrás de una palabra que no existe

Aún no sé muy bien cómo llegó a ocurrir lo que ocurrió, lo cierto es que casi podría afirmarse que el ciclo de los acontecimientos fue puramente paradójico. No me pregunten por qué, pero, como una cosa lleva a la otra, al final acabas donde empezaste. O no, sencillamente es al revés; tampoco espero que me entiendan.

Tras esta confusa introducción, seguiré diciendo que, como todos saben, soy profesor de instituto. Igual que tantos otros que acabaron su ciclo de aprendizaje y decidieron dedicarse profesionalmente a aquello que tanto esfuerzo les había costado asimilar, fui incapaz de encontrar trabajo en lo que quería, a pesar de haber sido de los primeros en mi promoción y de obtener el doctorado en química tras defender mi tesis y verla aprobada por el jurado más estricto imaginable. Muy celebrada a pesar del escepticismo inicial, discúlpenme por esta pizca de engreimiento, pero es que fue así. ¿De qué me ha valido ese mérito? Ya les he dicho que no conseguí trabajo de lo que quería: los laboratorios, tanto públicos como privados, estaban en plena oleada de recortes por la crisis, por lo que buscar una investigación en la que aportar mi granito de arena resultó tan infructuosa como frustrante. Por lo que terminé opositando a un puesto en la enseñanza pública, teniendo la «suerte» (quiero entrecomillarlo a pesar de que mi discurso sea orado) de conseguirlo. Plaza fija, por cierto, que sé que tampoco me puedo quejar.

Serendipia. Sí, sobre eso trataba mi tesis, sobre la serendipia. Ya saben, esa traducción directa del inglés que vendría a englobar a todos aquellos descubrimientos científicos que se suceden como fruto del azar. La historia de la ciencia está plagado de ellos, así que yo decidí dedicar todo un año de mi vida a hurgar en tratados científicos, revistas y publicaciones especializadas, memorias, biografías… en busca de cualquier hecho que pudiera englobarse dentro de la llamada serendipia. Al final conseguí un compendio completísimo de casos populares, de logros menos conocidos, de variables de investigación con las que propiciar el desencadenamiento de conclusiones aleatorias y casuales… En fin, logré mayor éxito del que me propuse antes de comenzar a escribir mi tesis sobre el dichoso tema. Pero ese éxito no se tradujo en lo que yo esperaba. De hecho, y aquí comienza la paradoja que quiero destacar en mi intervención, me encontré delante de mis alumnos relatándoles ejemplos curiosos y poco conocidos de la maldita serendipia. De casualidad en casualidad, así se mueve la historia más reciente de mi vida.

—¿Para qué nos vamos a matar estudiando y poniendo en práctica lo que aprendamos si nuestros mayores logros pueden llegar en una rama totalmente contraria a la de nuestros estudios y por pura casualidad?

Maldito niño. Disculpen mis palabras, sé que él está aquí en el auditorio junto con sus padres, pero esa misma frase fue la que cruzó por mi mente: maldito niño. Como si fuera un ministro de educación cualquiera regodeándose en su incultura tras promover leyes contrarias al ministerio que dirige, aquel adolescente de quince años se había levantado de su silla, había interrumpido mi disertación sobre la serendipia, en la que había comenzado a explicar el apasionante caso de Dupont y sus investigaciones sobre nuevos refrigerantes dando casualmente con el Teflón, y me había puesto en evidencia delante del resto del aula mofándose de la manera en la que estaba dando clase, de la elección del tema tras haber abandonado las aplicaciones a la aeronáutica de la tercera ley de Newton (me pareció demasiado denso para un viernes por la tarde) y, sobre todo, burlándose de mí. Y de mi tesis. Y de mi carrera. Pero sobre todo de mí.

—Una cosa no tiene nada que ver con la otra —le dije tratando de volcar el máximo de aplomo en mis palabras. Recuerdo que ardía de rabia por dentro, como si me hubieran acercado una cerilla encendida después de salpicarme con gasolina—. Si no estudia no podrá dedicarse a lo que supuestamente pueda desencadenar su trabajo —era más que rabia. Aquel maldito niño había destapado un circo de pulgas, sintiendo cómo aquellos insectos imaginarios ejercían de trapecistas sobre la seda tensada de mis frustraciones—. Dicho de otra manera: si no estudia, dudo mucho que en su puesto de obrero de la construcción consiga descubrir otra cosa que no sea una forma más práctica de apilar los ladrillos antes de levantar una falsa pared.

No quiero que piensen que menosprecio a los obreros de la construcción o a cualquier otro trabajador, sea del gremio que sea: simplemente me salió así. Con esas palabras. O más o menos: la interpretación de los hechos será una constante en todo mi discurso.

—Usted ha dicho más de una vez que tiene un doctorado en química —interpuso mi alumno. Dejaré de llamarle maldito porque, a esas alturas de la historia, puedo decir que aquello, más que una crítica destructiva, se convirtió en un aporte positivo para el resto de la clase. Vaya, casi como cualquier crítica razonable—. Entonces, si tiene un nivel educativo tan alto, ¿qué hace explicando el temario de cuarto de la ESO a una panda de idiotas como nosotros?
—Yo no pienso que sean idiotas —repuse con respeto. Sé que va a dejarme en mala posición y que seguramente empañe el reconocimiento hacia mi persona, pero seré sincero con ustedes: también soy de esos profesores que han pensado en alguna ocasión que sus alumnos eran idiotas. Por suerte, eso forma parte del pasado—. Sólo creo que no se esfuerzan lo suficiente como para garantizar su futuro; que seguramente engrosen la lista del paro con un currículum tan vacío como sus aspiraciones. Y lo peor no será que carezcan de formación o de experiencia, que también, sino que carecerán de algo igual de importante.

Hice una pausa dramática al más puro estilo Hollywood, aguardando a que alguno se levantara de su asiento imitando al compañero elocuente. Pero, como suele ocurrir en los intermedios de televisión que se anticipan escuetos, ninguno hizo ademán de mover su trasero el más mínimo milímetro, dejándome con la palabra en la boca, con el hilo de la conversación rebozándose por mi cabeza para fagocitar a las ideas que brotaban como despertadas por la lluvia y con una frustración que se diluía rápidamente en algo que no supe discernir en el momento. Aunque ahora sí que lo puedo denominar: esperanza. No quiero ser grandilocuente al estilo Hollywood: les juro que aquel cóctel de emociones llevaba esos justos ingredientes. La perspectiva del tiempo me lo dice.

—Motivación —lo repetí una vez más, dándome la vuelta para escribir la palabra en la pizarra—. MO-TI-VA-CIÓN.

En vistas de que nadie objetaba, y de que el gesto general era de curiosidad a excepción de un par de alumnos entregados al bostezo, me envalentoné y seguí improvisando. Entre ustedes y yo: más que un profesor de instituto con doctorado parecía un simple escritor de libros de auto ayuda. Y no es que yo tenga algo en contra de los escritores, tampoco de los que escriben sobre pseudo psicología. Pero, desde luego, no había estudiado para aquello. ¿Y saben qué? Por primera vez en la vida, no me importó.

—¿Sabían ustedes que Albert Einstein trabajaba en la oficina de patentes suiza cuando publicó su famosa teoría de la relatividad parcial?

Lo sé: jugar la carta de Einstein con unos alumnos de instituto es como añadir a la mano de póker el comodín escondido en la manga. Ignoro si es por el enorme éxito alcanzado con su trabajo, por el carisma inherente en su persona o porque sus conocimientos siguen fascinando casi sesenta años después de su muerte: basta mencionarle para despertar la atención en el público. Igual que emitir cualquier ruido a pocos pasos de un Doberman.

—Así es —continué—. Albert Einstein no poseía una vocación acorde con el trabajo que ejercía. Seguramente habría podido vivir de la oficina de patentes manteniendo a su esposa y a su hijo sin mayores dificultades. Pero, ¿saben qué? Eso no le ató las inquietudes, manteniendo al máximo nivel su vocación y su curiosidad —justamente era eso: a mis alumnos les faltaba curiosidad. Al fin y al cabo, es lo que acaba moviendo a las personas en pos del conocimiento—. ¿Y qué me dicen de Newton?
—¿El de la manzana?
—Exacto —siempre es lo mismo, la manzana—. Parece mentira, pero, de todos los aportes que realizó a la humanidad este genio de la física y de la matemática, lo que ha quedado para la posteridad es una anécdota contada por su primer biógrafo, y amigo personal, William Stukeley. William escribió en su libro, Memorias de la vida de Sir Isaac Newton, que el científico se fijó en la trayectoria perpendicular de las manzanas al caer, cayendo en la cuenta, y nunca mejor dicho, de la ley de la gravitación universal. Presentada en el libro de Newton Principios matemáticos de la filosofía natural.

Me estaba enredando demasiado, se advertía. Lo que en principio eran caras de interés, poco a poco se transformaban en gestos de hastío, contagiándose los bostezos a bastantes más personas que al primer par. A pesar de que en aquel momento no me di cuenta, la situación era un reflejo de la enseñanza en este país, donde unos estudiosos empapados de teoremas y de textos de libro creen que la educación es transmitir conocimiento sin la posibilidad de que se cuestione el contenido o de que éste trate de asimilarse de una forma distinta a la que plantean. Al fin y al cabo, ¿no aprendemos cuando nos dejamos guiar por lo que atrae nuestra curiosidad? No digo que en aquel momento hiciese una valoración tan profunda de la situación de mi clase y del sistema, lo que les estoy explicando ahora es pura dramatización de los hechos. Pero sí que decidí analizar las proporciones de mi enseñanza incorporando mayores dosis de curiosidad, una buena parte de motivación y varias porciones extra de ciencia entendible.

—¿Lo que le ocurrió a Newton podría formar parte de la “serpenditia” ésa? —Preguntó otro de mis alumnos—.
—Serendipia —corregí sonriendo—. Pues sí, podría serlo en cierta medida. Y aquí es donde yo quería llegar. Si os mantenéis en guardia, si os esforzáis, si estudiáis al máximo para abarcar la mayor cantidad de áreas posible, si mantenéis en marcha vuestra capacidad de análisis y de raciocinio… seréis capaces de captar al vuelo cualquier oportunidad —como la metáfora seguía teniendo juego, añadí—. Como Newton con la manzana: observó su caída y fue capaz de unir los conceptos que bailaban en su cabeza.
—Usted se parecerá a Newton —increpó mi primer alumno, que se mantenía tan erguido como crítico—. Pero yo no le llegaría a la altura de los zapatos. Ninguno de nosotros. Ni siquiera hemos aprendido las dichosas tres leyes de Newton —una de las alumnas, la más estudiosa de la clase, hizo ademán de levantar la mano, pero la bajó instantáneamente antes de que nadie, excepto yo, descubriera su atrevimiento—. No importa cuánto nos esforcemos: jamás lograremos aprender nada que tenga la más remota relación con la ciencia.
—Si les dijera que el videojuego que usan en su teléfono móvil guarda una estrecha relación con los descubrimientos en física realizados por Sir Isaac Newton hace trescientos cincuenta años, ¿no les interesaría saber por qué? —como el tímido gorjeo de los pájaros previo al amanecer de una mañana de invierno, el murmullo de curiosidad dominó el ruido de fondo. En vistas de que conseguía desperezar nuevamente a mis chavales, me aventuré a exponerles un problema práctico—. Imaginen un tiro de falta de Cristiano Ronaldo —el murmullo cesó. Su desmotivación había caído definitivamente en mi trampa para alimañas—. Este jugador es capaz de aplicarle al balón una fuerza de, aproximadamente, 270 Newtons. Con una velocidad promedio de 33 m/s para el balón que sale despedido por el puntapié, dicha velocidad sería una décima parte de la inicial en el disparo de una bala. Con estos datos sobre la mesa, ¿ustedes creen que el balón de Cristiano Ronaldo sería multado en una autopista?

A partir de ese momento, la clase cambió radicalmente, migrando del pasotismo más absoluto al interés por todo lo relacionado con la ciencia. Evidentemente, no fue un cambio instantáneo ni uniforme, pero el caso es que el desaliento de mis alumnos mutó en una curiosidad creciente por todo cuanto les rodeaba. No voy a ser tan cínico de afirmar que el mérito es exclusivamente mío ya que, igual que ocurriría con un tesoro escondido, tan sólo necesitaban saber el lugar exacto donde cavar. Pero sí que me gustaría decir que fui yo quien dibujó esa X en el mapa.

Háganse esta pregunta: ¿por qué triunfan los programas televisivos de ciencia ligera en los canales temáticos? A nadie le asusta la ciencia, sólo se ven apabullados por datos y teoremas difíciles de entender por el cerebro poco estimulado. Démosles la oportunidad a nuestros hijos de que aprendan siguiendo sus propias pautas, acerquémosles el conocimiento sin imponérselo y pongamos a su alcance todas las herramientas para que desarrollen su curiosidad sin plantarle zancadillas a la motivación: sólo el tiempo dictará sus logros. Y la serendipia, algo que está mucho más vinculado a nuestra vida de lo que imaginamos.

La serendipia también ha sido la causante de que yo haya subido al escenario a darles esta interminable charla. Que más parece la doctrina de un sacerdote que el discurso de agradecimiento de un profesor de ciencias de instituto, lo asumo. Sí, quiero dar las gracias a mis alumnos por que se tomaran tan en serio el concurso de inventos juvenil y por que aportaran todo su empeño en desarrollar el envase de espaguetis con dosificador incorporado de raciones. Ya ven: es una idea simple, práctica y terriblemente útil que a nadie se le había ocurrido antes. Y surgió del talento de sus hijos y de su cohesión como grupo de investigadores. Puede que piensen que algo tan banal no forma parte de la ciencia, pero se equivocan: todo cuanto les rodea es una aplicación práctica de complejos desarrollos científicos. ¿No sienten curiosidad por saber cómo funciona aquello que utilizan a diario? Sus hijos sí que la sienten. Y gracias a ello tendrán la educación superior garantizada por los beneficios de la patente que han conseguido vender. Seguro que el propio Einstein hubiese estado orgulloso de registrarla…


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