Entre notas
El director sujeta en alto delicadamente su batuta como si acariciase una extensión de su propio cuerpo y mira en derredor comprobando que todo está preparado para devolverle la vida a la música yacente en nuestras partituras. Hace amago de comenzar, los nervios se disparan entre todos los componentes de la orquesta, incluyendo yo mismo, y marca la entrada del conjunto de percusión, que ejecuta el inicio de la pieza abriendo el apetito ante la idea de devorarla nota a nota. El director ondea suavemente la batuta, alza la mano izquierda apuntando a la sección de cuerda y marca la entrada en vigor de este último, obligando a mover el arco siguiendo el ritmo trenzado por los timbales. Allá voy.
No me hace falta mirar la partitura, me sé la melodía como si la hubiese escrito yo mismo. Sólo he de dejarme guiar por el ritmo y edificar un puente entre mi corazón y el violín logrando que la música fluya como si mi cuerpo fuese un mero camino de paso. Levanto la mirada de las cuerdas rematando armónicamente mi intervención, paso página hasta localizar de nuevo mi punto de entrada tras el lucimiento del piano, observo el incesante fluir de la batuta y me preparo para el siguiente movimiento dejándome empapar por la intensidad que se respira en el foso de orquesta: se avecina el cierre del primer acto.
Toca dejarse el alma en cada nota, así que articulo los dedos de la mano izquierda sobre el puente al tiempo que mi otra extremidad balancea el arco con frenesí alcanzando el orgasmo sonoro como sólo se alcanza en las mejores parejas: al unísono y combinando el placer para satisfacer al cuerpo, al alma y al instrumento. ¿Será una sensación compartida? Levanto despacio la cabeza degustando el momento y alcanzo a vislumbrar a mis compañeros de cuerda: exhaustos y, aun así, deseosos de continuar; más allá puedo ver cómo el pianista acaricia las teclas dándoles las gracias por haberse dejado arrebatar la música que atesoraban las cuerdas; en percusión descansan los brazos tras el esfuerzo; igual que hace el director de orquesta que, dejando la batuta sobre el atril, afloja la postura deseoso de girar en redondo para recibir su merecida recompensa. Nuestra merecida recompensa, ésa que nos acaricia los oídos dando de comer a la necesidad de seguir interpretando. ¿Nadie se arranca? Quizá sea sólo el primer acto, pero necesitamos esos aplausos. ¿Nadie? ¡Por favor! ¡Un músico necesita aplausos!
El violinista avanzaba por el vagón extendiendo su vaso arrugado de papel sin que ninguno de los viajeros se animase a escurrir los bolsillos; a pesar de que, según la opinión silenciosa de la mayoría, había alimentado oídos como quien esparce miel entre bocas sedientas de azúcar. Cansado, pero sin dejarse llevar por el desánimo, el ahora músico ambulante puso los pies en el andén arrastrando tras de sí el amplificador, la batería portátil, el violín y su esperanza, deseando con todas sus fuerzas encandilar al público de la próxima representación. O a los viajeros del siguiente tren, por más que la imaginación permaneciese eternamente entre sus compañeros de orquesta.
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