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Una cosa llevó a la otra

La relación que mantenían Marta y Juan podría calificarse de cualquier manera menos de emocionante. Ambos eran personas tranquilas, amantes de la quietud personal, una mujer y un hombre que preferían el ambiente hogareño a quedar para ir al cine o salir de copas. Ninguno de los dos disfrutaba más con el otro que consigo mismo, pero ambos apreciaban la compañía mutua y lo que traía consigo dicha compañía. El sexo era uno de los extras.

Su manera de quedar no permanecía ajena a la férrea personalidad de la pareja. Bastaba un simple WhatsApp con un «¿Te apetece salir el martes?» para que el contrario expresase un «Sí» sin que tuviese que argumentar más palabras. El resto llegaba rodado: tanto Marta como Juan se preparaban para la cita sin variar su vestimenta, tampoco se adecentaban más de lo habitual o incluían los regalos en su ceremonia de reencuentro. La única concesión fueron unas gotas de perfume que a Marta se le ocurrió echarse un día. El comentario de «Hueles bien» flotó en el ambiente durante más tiempo que el propio perfume. Ambos recordarían esa cita como especial pese a que ninguno volvió a mencionarla nunca.

Si la monotonía era el denominador común de su vida fuera del lecho la cosa cambiaba de manera radical cuando se establecía entre ambos la conexión que activaba sus genitales. No ocurría con frecuencia, sí con cierta asiduidad. Una simple mirada, un gesto, una respiración entrecortada cuando Marta acariciaba las manos de Juan, un beso en el cuello cuando Juan introducía las manos bajo la falda de Marta, un deseo que de repente explotaba como si descendiese una bomba nuclear sobre sus cabezas y ninguno de los dos quisiera huir buscando refugio. El sexo era explosivo, animal, toda una contradicción para dos personas que se parecían más a dos corderos que a una pareja de leones. Bastaba que se desataran las fieras que yacían en su entrepierna para que los vecinos tuviesen que llamar a la policía ante el temor de que estuviesen descuartizándolos vivos. Pasó más de una vez. A la cuarta los vecinos dejaron de escandalizarse y prefirieron comprarse tapones para los oídos.

La historia que contaré a continuación es fruto de uno de tantos arrebatos sexuales de la pareja. No podía creerlo cuando me enteré. Y sigue siendo inverosímil pese a que sé con seguridad que ocurrió. No en vano fui yo quien pagó la fianza para que pudieran salir de la cárcel.

    —Hola —le dije al único policía de todo el recinto. Este miraba abstraído su teléfono móvil desde el otro lado del escritorio, único mueble del recibidor de la comisaría—. Vengo a por una pareja que tienen retenida.
    —¿Los depravados han engañado a alguien para que les saque del cuartelillo? —Comentó sin esconder el sarcasmo. Sus ojos permanecían clavados en la pantalla de su móvil, lo que había allí era más interesante que mi conversación—. Supongo que le habrán dicho que debe pagar la fianza. ¿O no le contaron todos los detalles?
    —He pasado por el cajero antes de venir a la comisaría —lo cierto es que Marta no me contó esos detalles cuando me llamó por teléfono para pedir ayuda, pero no iba a darle la satisfacción al agente de explicármelos—. Eran quinientos euros, ¿no?
    —Eso dictaminó el juzgado. Yo los habría mandado directamente a la cárcel, pero se ve que pillaron al juez de buenas. Igual que al cura que les agarró desnudos en el confesionario.

Con cada pincelada que dejaba caer el agente más extrañado quedaba yo. Si ya me pareció inconcebible que detuviesen a Marta y a Juan, dos personas con una vida menos emocionante que un catálogo de muebles, más extraño resultaba que les hubiesen pillado en un confesionario cuando ambos se declaraban abiertamente ateos. Y desnudos. Habían drogado a mis amigos, no cabía otra explicación.

    —¿Va a pagar o no?

El policía apartó la mirada de su móvil clavándola en mis ojos. Saqué mi cartera, extraje los diez billetes de cincuenta euros y le alcancé el fajo con dolor dado que reunía casi todo mi patrimonio. Me tendrían que devolver hasta el último céntimo, eso seguro. Además de darme todas las explicaciones.

El policía agarró la fianza y la guardó en un sobre junto con el resto de la documentación; que fue a parar a uno de los cajones del escritorio. Tras la última mirada al móvil, y un lapso eterno que fue claramente intencionado, se levantó con esfuerzo, como si la silla y el trasero estuviesen unidos por velcro, y rodeó el escritorio para dirigirse a la puerta del fondo.

    —Acompáñeme.

Guiado por el agente, abandonamos el recibidor de la comisaría y cruzamos el límite de la zona pública accediendo a un largo pasillo con distintas puertas a lo largo del recorrido, todas ellas cerradas. El silencio dominaba el ambiente, no se escuchaba ni a otros policías trabajar ni conversaciones ni siquiera gritos arrancados en plena confesión. Aquello no se parecía en nada a las películas, estaba claro. O puede que el lunes por la tarde no fuese el momento más animado de aquella comisaría, tampoco la jornada con más personal: en todo el paseo no nos cruzamos con nadie. Algo que agradecí, con la actitud de un policía condescendiente tuve bastante.

    —Aquí están los depravados.

La diminuta cárcel, si es que esa estancia de apenas treinta metros cuadrados podría calificarse como tal, constaba de un pequeño corredor separado de la zona privativa de libertad por una reja de pared a pared con una pequeña puerta enrejada en la que destacaba un pestillo asegurado con candado. Tras las rejas, un conjunto de barrotes separados entre sí lo suficiente como para no dejar pasar ni al más delgado de los faquires, encontré a mis amigos con claros síntomas de vergüenza y, por fortuna, completamente vestidos. Tanto Marta como Juan se encontraban sentados en el suelo y con la espalda apoyada contra la pared opuesta a la entrada de aquel cuartelillo claramente improvisado. Ninguno de los dos se levantó cuando abrimos la puerta, tampoco cuando el policía extrajo un manojo de llaves del bolsillo y se entretuvo buscando la correcta. Se tomó la tarea con toda la parsimonia del mundo, como si liberar a mis amigos fuese el único divertimento que iba a disfrutar durante su jornada de trabajo. Seguramente fuera así.

    —Levántense, han venido a por ustedes —Marta y Juan permanecieron inmóviles, como si su mente se hubiese fugado de aquellas rejas—. Han pagado su fianza, pueden ir a follar a casa.

Iba a replicar con que no era necesario seguir avergonzándolos, pero lo dejé correr. Lo único que quería era salir de allí y clausurar el lunes con mi cuenta restaurada a su nivel de euros original. No lo conseguiría si aquellos dos no se dignaban a salir de la celda, así que tuve que poner mi propio empeño.

    —Va, salid ya. Vayamos a tomar algo, así podéis contarme lo que ha ocurrido.

Fue Marta la primera en reaccionar. Me miró con timidez, como si le doliese encontrarse con mis ojos, y sonrió. Después observó a Juan, sumido como estaba en sus propios pensamientos. Le tomó la mano y le instó a levantarse. Tras hacerlo salieron pesadamente de su cautiverio y me abrazaron. Correspondí con todo el cariño que pude siendo consciente del mal trago que suponía para ellos. Nos separamos del abrazo y les guié fuera de la comisaría sin esperar a que el agente me mostrase el camino de regreso.

    —Necesito una explicación —dije rompiendo el silencio. Caminábamos por la calle sin un destino fijado, como tres supervivientes de un apocalipsis zombi—. Decidme qué hicisteis para que os llevaran a comisaría. ¿Tan grave fue? El policía me dijo que os pillaron desnudos en un confesionario, pero se me hace muy difícil de creer.
    —Por desgracia, fue así —dijo Marta sin torcer la mirada del frente—. No sé cómo se nos fue la cabeza de esa manera. Quedamos como todos los domingos, nos vimos en un parque, estuvimos un rato besándonos y… —La narración escocía, pude apreciarlo en la pausa—. Una cosa llevó a la otra.
    —Sentémonos y me lo contáis todo.

Me detuve en una terraza eligiendo una de las mesas vacías, la que más alejada estaba del bullicio. Aparté dos de las sillas y elegí la tercera para mí levantando la mano para atraer la atención del camarero.

    —Por favor, contadme por qué he pasado el lunes por la tarde en comisaría y por qué he dejado temblando mi cuenta corriente.
    —Te lo devolveremos todo —se apresuró a decir Juan—, no te preocupes.
    —Por el dinero no me preocupo, sois mis amigos y confío en vosotros. Lo que no imaginaba era que tuvieseis una faceta oculta.

Fui incapaz de esconder la sonrisa, algo que ambos advirtieron. Conscientes de que no podían escapar de las explicaciones por mucho más tiempo esperaron a que el camarero trajera las consumiciones, dos tilas para ellos y un café con leche para mí, jugaron con el paquete de la infusión sumergiéndolo y sacándolo a flote como si fueran dos niños, ambos casi al unísono, y comenzaron su historia. Marta llevaba la voz cantante, esto sí me era familiar. Los hechos que relató no.

    —Como te decía, quedamos ayer domingo para dar un paseo por el parque. Llevábamos dos semanas y media sin vernos, con el trabajo ha sido imposible. Así que ambos teníamos muchas ganas de estar juntos. Quedamos en el mismo banco de siempre, uno que da al estanque de los patos. Es un lugar muy bonito…
    —Y romántico —añadió Juan.
    —Nos encanta ese sitio. Y claro, después de tanto tiempo sin vernos, y con los besos, la pasión, las ganas de sexo… —Me resultaba increíble ver a Marta confesando sus deseos ocultos. A ella también: a pesar de que narraba los hechos con sumo detalle, su concentración se dirigía a la tila y al sobre de infusión; que sumergía y sacaba del agua en bucle, como si el movimiento la hipnotizase—. El caso es que empezamos a meternos mano sin preocuparnos de que alguien pudiese estar mirando. Como decía, una cosa llevó a la otra, por lo que decidimos movernos en busca de un lugar oculto a las miradas.
    —Cerca del estanque hay un rincón lleno de arbustos y juncos que permanece resguardado de las miradas —intervino Juan. Marta emitió un sonoro suspiro, más por cansancio que por alivio—. Allí nos escondimos; o eso pensamos nosotros. Nos dejamos llevar. Y cuando quisimos darnos cuenta estábamos haciendo el amor sobre el césped sin caer en la cuenta de que nuestros gemidos atraían la atención de todos los que paseaban cerca de los arbustos. No nos importaba lo más mínimo, el sexo nos ciega. Supongo que igual que al resto de parejas, pero en nuestro caso es como una liberación, como si fuéramos personas completamente distintas, despreocupadas. Así que, pese a que sabíamos que nos observaban, nos dio igual. Hasta que caímos en la cuenta de que eran unos niños. Bueno, quizá no fuesen tan niños, más bien adolescentes, pero el matiz no mejoraba el hecho de que estábamos pervirtiendo a unos menores. Así que nos vestimos a toda prisa y salimos del escondite entre los aplausos del público.
    —Qué vergüenza, ¿no? —Comenté.
    —La verdad es que no sentí vergüenza —dijo Juan.
    —Yo tampoco —corroboró Marta.
    —Cuanto más contáis más flipado me dejáis. Lo teníais muy escondido.
    —El caso es que se nos ocurrió escondernos en la iglesia que hay junto al parque —continuó Juan—. Quizá parezca una locura, incluso una falta de respeto por más que seamos ateos, pero el deseo pensaba por mí, por lo que la idea de Marta me pareció genial.
    —No podía esperar a casa y la emoción de sentirme observada me había calentado todavía más. Como la iglesia está desierta los domingos por la tarde pensamos en escondernos en el jardín que rodea el edificio, hay unos cuantos rincones que muchos aprovechan para desfogarse —Marta hizo una pausa adivinando mi pregunta, que no hice—. Sí, no es la primera vez que merodeábamos por los alrededores de la iglesia del parque, pero sí fue la primera que encontramos las puertas abiertas. Entramos por curiosidad y nos quedamos porque dentro no había ni un alma. Me dio por esconderme en el confesionario: se encuentra en la esquina contraria a la entrada de la iglesia y parecía un excelente lugar para quitar el deseo. Entré en el confesionario y Juan me siguió. A pesar de que el interior es estrecho nos las arreglamos para desnudarnos y… Bueno, ya imaginas lo que hicimos.
    —Entonces os pilló el cura —adiviné intuyendo el final de la historia.
    —No, no nos pilló el cura —dijo Juan recogiendo el testigo del relato. Marta había perdido el aura de incomodidad y de vergüenza. Hasta parecía que disfrutaba contando la anécdota, también escuchándola en boca de su compañero—. Habíamos aprendido la lección y lo hacíamos en silencio, al menos todo lo callado que podíamos. Entonces entró una mujer del otro lado del confesionario. Aún resuena el «¿Qué es ese ruido, Padre?» en mi cabeza.
    —Y en la mía —dijo Marta con una sonrisa—. Habíamos terminado con lo nuestro, ya me entiendes, pero Juan tenía ganas de guasa. Haciéndose pasar por un cura, o como él creía que hablaban los curas, le siguió el rollo a la mujer hasta que la situación fue insostenible. «Algo que me ha sentado mal en la comida, discúlpeme», le dijo. Entonces a ella le dio por confesarse, supongo que para eso se había metido en nuestro confesionario. Que si sentía deseos oscuros por un hombre que no era su marido, que si el hombre se le había insinuado y ella, en vez de disgustarse, le había encantado la sensación de «sentirse deseada de nuevo», que si había accedido a un encuentro con aquel hombre que había terminado en una serie de indecencias que detalló con pelos y señales, felaciones incluidas. Entonces Juan le dijo que no debía preocuparse, que tampoco estaba tan mal sentirse atraída por otra persona y probar experiencias fuera del matrimonio. ¿Cómo era esa frase que le dijiste? ¿Te acuerdas?
    —»Si el sexo le llama no se preocupe de quién es la polla» —dijo Juan con voz grave engolando el tono, supuestamente imitando a un cura. Yo no daba crédito.
    —La mujer salió de allí gritando, pude escuchar su eco recorriendo toda la iglesia —continuó Marta—. Los dos reímos sin caer en la cuenta de que estábamos completamente desnudos y despreocupados. Y pasó lo que tenía que pasar: se abrió la puerta del confesionario apareciendo un cura con un enfado tal que por un momento pensé que iba a estrangularnos. No lo hizo, solo llamó por teléfono a la policía y el resto ya te lo puedes imaginar: acabamos retenidos y con una fianza de quinientos euros.
    —Fianza que aún me tenéis que devolver.
    —Ahora pasamos por un cajero y te los devuelvo —dijo Juan.
    —Te lo agradecemos mucho —añadió Marta—. No sabía a quién llamar, me alegro de que me decidiera por ti.
    —Espero que no me volváis a pedir un favor así, con una vez he tenido suficiente.
    —El caso es que… —Dijo Juan.
    —Habíamos pensado en casarnos —remató Marta—, la espera en la comisaría nos dio mucho tiempo para reflexionar.

Ambos se tomaron de las manos, se miraron y dijeron dirigiéndose a mí.

    —Queremos que seas el padrino de nuestra boda.
    —Después de haberos sacado de la cárcel, lo de ser vuestro padrino me parece hasta normal.
    —Gracias por las dos cosas —dijo Juan.
    —Eso, muchísimas gracias.
    —Pero que la boda sea dentro de varios meses, que mi economía está bajo mínimos.


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