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Entre dos plantas.

Lucía apagó la pantalla del ordenador y, reclinándose sobre el respaldo de la silla, se estiró para desperezarse de la larga jornada laboral. Se restregó con fuerza los ojos y esperó tranquilamente a recuperarse de la visión borrosa. “Estoy hasta las narices”, pensaba mientras recogía la mesa de la oficina y preparaba su bolso para volver a casa. “Debo ser la última en salir. Me ha vuelto a tocar a mí. Como siempre la misma gilipollas”. Se levantó, echando un vistazo alrededor. El resto de la estancia estaba en penumbra. Las lámparas de los escritorios estaban apagadas, a excepción de la suya. “Parece el escenario de una película de catástrofes, donde un terremoto ha hecho que la gente abandonase el edificio dejándome a mí encerrada. Y lo peor es que no es la primera vez que tengo esta sensación. Pero hasta aquí he llegado. No pienso hacer más horas extras aunque me lo pida mi jefe de rodillas. Si piensa que todo mi tiempo lo puede disponer en exclusiva va listo”. Lucía recordó el rostro de su superior provocándole una profunda reacción de odio y asco. Le repudiaba con todas sus fuerzas. También le producía algo de miedo. “Pero por hoy ya he terminado”. Apartó la imagen de su cabeza, sustituyéndola por una bañera repleta de agua caliente y espuma. Recogió su bolso y, apagando la lámpara de su mesa, se dirigió hacia el ascensor con la única ayuda de los fluorescentes del recibidor, en el extremo de la oficina. Apretó el botón y, cuando la puerta se abrió, entró en el elevador apoyándose con un sonoro suspiro en la pared del fondo de éste. “Destino: planta baja”. Cerró los ojos vaciando su mente de pensamientos, pero fue incapaz de conseguirlo. Una vez conocida, a la par que odiada, la arrojó brutalmente de la nube de relajación.
-¿Ya se va, señorita Suarez? –el jefe de Lucía había interpuesto la pierna derecha entre las compuertas evitando que éstas se cerraran. Entró en el ascensor aproximándose a ella-. ¿Ya ha acabado los informes?
-Sí –la súbita irrupción cogió a Lucía descolocada y sin palabras preparadas-. Sí, señor. Al final me ha dado tiempo a terminarlos.
-Perfecto –las puertas se cerraron con un golpe seco precediendo al descenso. El superior echó un vistazo al panel de botones corroborando su destino-. ¿Se va para casa?
-Sí.
Lucía tenía la mirada clavada en el suelo evitando cruzarla con su interlocutor. Esperó, deseando que la conversación hubiese acabado. Pero no fue así.
-Voy a la calle a fumarme un cigarro –comentó él-.
“Como si no fumara en el despacho”, pensó Lucía. Se vio obligada a alzar la vista y la visión que le proporcionaron sus ojos le intranquilizó. Su jefe vestía el mismo traje azul que le había visto por la mañana, rematado con la misma corbata, de color rojo oscuro. Su cara rechoncha mostraba una barba que asomaba sin timidez tras horas de haberse afeitado. Pero lo que más le inquietaba era su mirada: inquisidora y ligeramente lasciva que le contemplaban fijamente a través de los cristales de sus gafas-. Todavía tengo que quedarme un rato más y me han entrado ganas de fumar.
“¿Tengo que coincidir con él justo cuando me marcho?”. Lucía volvió a apartar la vista, fijándola nuevamente en el suelo, evitando continuar la conversación. “¿Seguro que ha sido una coincidencia?”. Le observó durante un instante tratando que su jefe no se diera cuenta. No lo consiguió. “Está sudando. No le he notado nada cuando hablaba pero estoy segura de que vino corriendo para bajar conmigo”. De repente el ascensor se detuvo en seco apagándose las luces principales. Acto seguido se iluminó una diminuta bombilla de emergencia que arrojó al cubículo una débil claridad fantasmagórica. El miedo se apoderó de Lucía. Se acercó hasta la puerta tratando de divisar a alguien a través de los cristales verticales, pero no le fue posible. Se habían detenido entre dos plantas y ni en la superior ni en la inferior había señales de vida. Ambas estaban completamente a oscuras.
-¿¡HAY ALGUIEN!? –gritó golpeando la puerta-. ¡Nos hemos quedado encerrados!
-Tranquila –dijo su jefe acercándose también a mirar. Se pegó a Lucía sin ningún disimulo. Ésta, debido a los nervios, no se dio cuenta-. Seguro que ha habido alguna bajada de tensión . Ahora volverá a ponerse en marcha.
Pero eso no sucedía. Pasaron un par de minutos sin que nadie advirtiera su presencia. Apretaron el botón de llamada de emergencia pero no ocurrió nada.
-Se debe haber ido la electricidad en todo el edificio. Yo solo bajaba a fumar y no me he traído el móvil. ¿Lo lleva usted?
-Sí. Voy a ver –abrió el bolso y buscó nerviosamente en el interior sacando un diminuto teléfono-. Mierda. No tiene cobertura.
-Ya no me acordaba –dijo el superior abandonando la puerta y apoyándose en la pared opuesta-. Aquí dentro nunca han funcionado.
-¿Entonces que hacemos?
-Me temo que lo único que podemos hacer es esperar. No creo que tarden en encontrarnos los guardas de seguridad.
“Esperar”, pensó Lucía preocupada. “Precisamente lo último que a mí me gustaría. Además de estar encerrada tengo que sufrirlo con éste. No quiero que me vuelva a pasar lo de la última vez”. Rememoró fugazmente el acontecimiento anterior. Volvió a sentir la misma ansiedad recordándolo que durante el episodio de acoso, que tanto había marcado su posterior giro profesional. Su espalda imaginó el tacto de la pared, fría e infranqueable, mientras su jefe apretaba su orondo cuerpo contra el de ella, tratando de besarla. Volvió a oler el aliento fétido cerca de sus labios segundos antes de esquivar el beso, evitando el asalto. “Pero eso ya pasó. Se lo dejé bien claro aquella vez por lo que no debería volver a pasar. Aunque ahora tengo la sensación de vivir un dejà vu. Y esta vez no podría escapar”.
-¡Socorro! –gritó Lucía de nuevo al mismpo tiempo que aporreaba la puerta-. ¡Estamos encerrados!
Dio un par de golpes más y desistió. “Tendremos que esperar a que venga alguien”. Se dio la vuelta y miró a su jefe. No se había movido ni un milímetro y su rostro no parecía nervioso. Esbozaba una ligera sonrisa acorde con su mirada, claramente divertida. “Parece que se alegre de estar encerrado”. Apartó la mirada y se dirigió a la pared de la derecha, alejándose al máximo de su compañero de ascensor. No era especialmente grande por lo que la distancia que les separaba apenas sobrepasaba el metro y medio. Se apoyó en la pared escurriéndose hasta llegar al suelo. Al sentarse exhaló un sonoro suspiro.
-¿Ya te has cansado de gritar? –dijo su jefe con un toque de sorna-. Casi me dejas sordo.
-¿No quiere salir de aquí? –preguntó Lucía sin disimular el enfado que le provocaba la actitud de su interlocutor-. Está muy tranquilo. Puede que le de igual quedarse en la oficina toda la noche. Pero yo tengo otras cosas que hacer aparte de estar con usted.
-¿No quiere estar conmigo? Pues creo que no le queda otro remedio. No sabemos cuando volverá la electricidad. Ni si seguridad se dará cuenta de que estamos aquí dentro. A la hora que es no debe de quedar mucha gente dentro del edificio.
Lucía giró la muñeca derecha comprobando asustada que ya eran más de las diez. “Ya ha pasado casi media hora desde que cerré el ordenador. Y todavía no ha venido nadie a buscarnos. No puede ser que los guardias no se hayan dado cuenta de que estamos encerrado”. Su jefe volvió a interrumpir sus pensamientos.
-¿Se acuerda de la última vez que estuvimos usted y yo a solas? –Lucía se estremeció ante la pregunta. La voz era insinuante y carecía de cualquier rastro de arrepentimiento-. Desde aquello no he dejado de pensar en usted. La observo pasar por delante de mi oficina cada mañana sin poder apartar la vista de su cuerpo. Tan firme y moldeado –el terror invadió el cuerpo de la joven. Deseó tener la capacidad de atravesar las paredes para escapar de aquel encierro. Pero su mente era incapaz de vencer a las leyes físicas que le ataban al mundo real-. Con el escote prominente que insinúa esos pechos que la gran naturaleza tuvo la deferencia de darle –se despegó de la pared y avanzó lentamente hasta donde Lucía se encontraba, mirándola fijamente. Ella estaba paralizada, incapaz de ejercer ningun movimiento de defensa. Hipnotizada. Sus ojos estaban clavados en los de su jefe, que se mantuvo erguido ante ella una vez recorríó el escaso trecho que les distanciaba-. Desde aquella vez lo único que he deseado ha sido estrujar sus tetas. Y ha llegado el momento de materializar mi deseo.
Se abalanzó sobre Lucía con un movimiento repentino y, asiéndole de las muñecas, la levantó con un fuerte estirón, inmovilizándola contra la pared. Ella se resistió con todas sus ganas pero fue inútil. Su jefe aplacó cualquier intento de zafarse de él. Tras múltiples tentativas, y sabiendo que le iba a ser imposible salir de allí, desistió.
-¿Ya te has cansado? –se internó en el cuello de su víctima, lamiéndolo como si fuera un helado-. Así me gusta. Que te dejes hacer. Seguro que en el fondo te gusto –sacó la boca de donde la tenía y le estampó a Lucía un basto morreo. Le sobrevinieron arcadas ante el asqueroso sabor de su acosador. Pero, muy a su pesar, no pasó a mayores-. ¿Estás excitada? Por que yo estoy que exploto.
Lucía ya no le escuchaba. Era como un barco sin timón ni velas, que se deja llevar a merced de la tormenta que le azota. Su mente se encontraba lejos de allí, ausente de su cuerpo, sumergida en una cálida bañera rebosante de espuma. Era incapaz de sentir las manos de su jefe que palpaban ansiosamente cada centímetro de carne por encima de la ropa. No notaba la lengua viperina que humedecía sin pudor sus pechos medio desnudos. Ni siquiera sintió como él se detenía, consciente de haberse sobrepasado.
-Tendremos que dejarlo para otro día –dijo soltando a Lucía. Ésta resbaló bruscamente por la pared precipitándose al suelo, como una marioneta a la que le cortan los hilos-. No te quejes, que tampoco te he hecho nada –sacó un transmisor del bolsillo y, pulsando el botón lateral, le habló al auricular-. ¿Seguridad?
-Sí, señor –una voz distorsionada y metálica sonó a través del aparato-.
-Ya hemos terminado. ¿Podrían dar las luces?
-Sí, señor. En seguida.
Devolvió el transmisor al bolsillo y se agachó para comprobar el estado de Lucía. Ésta yacía en el suelo con la mirada clavada en el techo. Se acercó hasta su cabeza y, apartándole el pelo de la oreja derecha, le susurró al oído.
-Lo que ha pasado hoy no ha existido. Bórralo de tu cabeza o tendrás problemas. Si quieres seguir trabajando en esta empresa será mejor que tengas la boca cerrada.

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